Aun reconociendo la heteróclita procedencia de los habitantes del actual Estado de Israel, y con ello las grandes diferencias culturales, étnicas, educativas y económicas que existen entre ellos, no se puede negar que, en su conjunto, la sociedad israelí es una sociedad culta y desarrollada. La diáspora judía inicial que en la segunda mitad de la década de los 40 desembarcó en el territorio, apropiándoselo y estableciéndose en él, contenía sujetos de gran calidad y formación, y en años sucesivos, en los de la consolidación del Estado a sangre y fuego (el aparato militar del mismo se había curtido en el ejercicio del terrorismo contra Inglaterra), fueron llegando oleadas de científicos, escritores, arquitectos, músicos, ingenieros, pintores y médicos que habían brillado en los países de procedencia y llevaban esa luz de cultura al nuevo Estado.

Pero, siendo esto así, siendo Israel un país culto, ¿cómo se explica su ferocidad, la crueldad extrema con sus enemigos, sus actos despiadados? Sólo se me ocurre que pueda sucederle lo mismo, aunque por otros motivos, que a la Alemania de las dos guerras mundiales, de las atrocidades nunca vistas, de la destrucción sistemática y de los campos de exterminio: siendo aquella Alemania una nación refinada y cultísima, le falta absolutamente, en cambio, la cultura de la compasión.

Que ciudadanos probos e instruidos justifiquen el bombardeo de hospitales infantiles, la tortura como práctica legal con los detenidos, el tormento a la población civil o la voladura de las casas, a veces con personas dentro, de los familiares de sospechosos palestinos, sólo puede entenderse como una anestesia profunda, abismal, de la sensibilidad, como una carencia total de cultura de la compasión, que es la del sentimiento, la de la empatía y, en fin, la de la humanidad.