XExnlatar la cultura y ponerle una etiqueta, como si fuera una sopa, es una vieja aspiración de todos los regímenes totalitarios, que ejercen el mecenazgo para comprar, adoctrinar y, en el mejor de los casos, neutralizar cualquier iniciativa ciudadana. La cosa nostra cultural, no es más que una vana pretensión de achicar la cultura para reducirla al ámbito de la familia, gratificando fidelidades y aupando a intelectuales de pacotilla, correveidiles, tontos útiles y demás paniaguados, capaces de prestar su sonrisa, o su ladrido, al señorito que les paga. Ese es un concepto desfasado de la cultura porque, al final, la verdadera suele romper las amarras y derribar las tapias que quieren encorsetarla.

La añeja tentación de transformar la cultura en una oficina de prensa y propaganda va de fracaso en fracaso, pese al favor interesado que le prestan los seudoculturetas, aferrados a las ubres del poder.

Resulta patético el SOS, supuestamente académico de un académico supuesto, desgañitándose para que el repartidor de canonjías repare en la agonía de su petición: ¡Dadme algo, por favor! Deberían dárselo, porque al llorón ya sólo le queda el pistoletazo. Y patético resultan todos los que tiran del cordel de la estulticia, prestándose a ser monos del circo, a cambio de la pitanza, unos plátanos, que les descuelgan en la jaula.

Con el artificio de la subvención compran el silencio de los que después, acomplejados y dolidos, te mandan callar, para acallar su mala conciencia de culturillas de tienda cien. No hay reflexión, no hay análisis, no hay crítica; como máximo atrevimiento desempolvan las consignas que reciben en el mismo sobre que el cheque. Poetas de cercanía, novelistas de perra chica, filósofos de pacotillas e intelectuales de diseño se dan codazos para aparecer como bufones, guardando las espaldas de su señor. ¿Es eso cultura? ¡Ja!, pero como cultura se paga.

El integrismo de cueva nada tiene que ver con la cultura, que forzosamente tiene que fluir en libertad, sin consignas ni adoctrinamiento. La cultura no es una orquesta que necesite uniformidad, partitura y director; no puede estar amañada, no puede ser frentista y, si lo es de verdad, escapa a los sesgos y controles de calidad que impone el que paga. Que paga con el dinero de los demás. La cultura se ríe de los guías espirituales que descienden desde el poder y no se deja encorsetar por la sonrisa complaciente del que manda. La cultura, mal que les pese, seguirá haciendo su camino porque no acepta grilletes ni antojeras. Algunos, es cierto, están disfrutando de su momento de gloria porque han sido señalados por el dedo índice del mecenazgo, pero esos hartazgos suelen tener digestiones muy pesadas y acaban regalando más acidez de la que soporta un estómago normal. También es cierto que algunos, los hombres-estómagos, son capaces de dormitar la siesta plácidamente y levantarse con la sonrisa puesta. Los intentos de manipular y controlar están enmohecidos y carcajeante resulta el supuesto mecenas que distribuye según sus ácidos estomacales.

Siempre han fracasado los que han pretendido embridar la cultura, porque, como el río, sigue su curso y acaba por arrasar los impedimentos que se oponen a su cauce. El testigo que se entregan los autócratas, tan cargado de experiencia, no sirve para frenar el impulso natural de la acción cultural y al final, qué risa, el autócrata pasa, el testigo se pierde y la cultura queda. Siempre ocurre lo mismo, aunque los monillos con teta lloriqueen desde la jaula.

En una sociedad plural y libre no cabe la cultura del dictado, el mangoneo, el pesebre y los grilletes, aunque no falten candidatos para prestarse a ser mangoneados, apesebrados y con el ansia de lucir el sello del hierro en sus espaldas.

*Escritor y diputado independiente del Grupo Popular