Hace una semana que el coordinador Erasmus, José María Rodríguez, y yo dimos una vuelta por Europa a buscar empresas en el extranjero para luego poder ofrecérselas a los alumnos de Formación Profesional de nuestro instituto que quieran realizar sus prácticas de empresas fuera de España. Comenzamos por Dublín, pasamos por Londres y Bruselas y acabamos en Frankfurt. Y en todos los aviones y trenes pudimos ver grupos de jóvenes que vestían (cada grupo) un color de camiseta diferente. Eso facilitaba a sus profesores y tutores la tarea de localizarlos con más facilidad cuando se desplazaran por la ciudad europea que visitaran.

Pero la nota de color que allí se palpaba, le daba al viaje un olor y un sabor especial de verano. La algarabía que montaban entre ellos, sobre todo cuando se mezclaban los colores de las camisetas, era espectacular. ¡Cuántas novedades que contar! ¡Cuántas ilusiones que compartir! ¡Cuántos amigos por hacer! ¡Cuánta vida por vivir!

Iban a estar unas dos o tres semanas fuera de casa. Cuando les preguntabas para qué iban fuera, nos decían que iban a aprender inglés. Pero se les oía hablar entre ellos para contarse con qué familia iban a estar cada uno, dónde iban a estar, y se distribuían cada cuatro o cinco alumnos por grupo para poder estar lo más juntos posible durante su estancia fuera.

En el viaje de Dublín a Londres, notamos que un niño del grupo de las camisetas color naranja estaba un poco triste y cabizbajo. No hablaba casi nada. Tenía gafas redondas y sus ojos, aumentados por los cristales, descubrían con gran nitidez la humedad de unas lágrimas dispuestas a lanzarse mejillas abajo. Parecía que no había encajado en el grupo que él quería. Oímos a su tutor decirle que iba a ser mejor para él, porque en el grupo que le había tocado había más niños ingleses y que iba a aprender más inglés que sus compañeros.

Pero eso no le valía a nuestro joven estudiante. Él quería estar con el grupo de las camisetas del color de la suya. No importaba si no aprendía mucho inglés. Él estaba dispuesto a convivir, a disfrutar, a reír, a correr alocadamente con sus compañeros de viaje por las calles de Londres, en Inglaterra. Su principal objetivo era conocer nuevos destinos que le sacaran de la rutina de su pueblo o ciudad que ya conocía de sobra. Lo de decir con un mejor acento good morning por las mañanas, o good night antes de irse a la cama, era todo secundario para él. ¡Ya tendría tiempo para ello! Las dos o tres semanas de los cursos de inglés, más que para eso, son para vivir, para extender sus jóvenes alas y sobrevolar y ver nuevos mundos, nueva gente, nuevas historias, sin importar demasiado en el idioma con el que, al fin y al cabo, nos haremos, sin duda, entender.