No hace falta casi nada, algunos libros, unas mesas, suficientes sillas, incluso pueden ser de esas verdes, duras, en las que adolescentes de casi dos metros pasan seis horas sentados.

A veces, por ponernos tecnológicos, un ordenador, un proyector, internet... pero no es necesario. Que haya luz y entusiasmo y dedicación, y horas, muchas horas, casi siempre robadas de otras tareas más urgentes.

La familia, los hijos, los padres, incluso el sueño. Nada parece más urgente que la lectura cuando escuchas las palabras de los organizadores. Pero tú sabes que detrás de cada acto late un esfuerzo del que pocas veces se presume y en el que casi nunca se encuentra reconocimiento. Pero ahí están, inasequibles al desaliento, buscando recursos debajo de las piedras y estirando el presupuesto hasta convertirlo en entelequia.

Los que dan de leer. Como quien ofrece un vaso de agua helada en mitad de una noche de agosto. O soplan sobre un rasguño en la rodilla de un niño. Hechiceros de un rito cada vez más secreto que se oficia en institutos, colegios, bibliotecas a veces muy pequeñas por fuera, pero enormes por dentro.

Los profesores, los maestros (no siempre de lengua) los bibliotecarios, los responsables de clubes de lectura, los participantes. Los que saben que no hace falta más que un libro para que se ponga en marcha el mecanismo, aunque detrás haya un trabajo de convocar, reunir, animar, y mantener un espíritu al que hay que dar muchas alas. Porque existe el desánimo, ese lunes, por ejemplo, en el que solo acuden dos personas, o esa charla en la que los alumnos se portan mal, no se sabe muy bien por qué, o esa tarde de noviembre en que absolutamente nadie se acerca al acto que has organizado con tanto mimo.

Pero ahí están. Los que dan de leer todos los días del año, no solo esta semana en la que algunos políticos y otros figurantes acuden en tropel para salir en las fotos y presumir de que leen el Quijote, a lo mejor porque es el único libro cuyo título recuerdan.

Prometen aumentar el presupuesto, dan palmadas a los niños, y sonríen con condescendencia ante las modestas exposiciones o trabajos. Luego, se olvidan hasta el año que viene.

Menos mal que ellos siguen, ajenos al revuelo de la prensa, por encima de actos conmemorativos. Saben que esto es trabajo de cada día, el esfuerzo de la gota de agua que acabará por horadar la piedra. O no. Pero ellos siguen. Los que dan de leer. Los que importan. Los que celebran el día del libro todos los días del año.

* Profesora