La crisis mundial del petróleo nos afecta de forma muy especial porque nuestro país tiene una dependencia energética del exterior que, según Eurostat, alcanza el 81%. Quiere decirse que nuestro suministro depende de frágiles e inestables países proveedores. Un incidente bien revelador nos muestra la precariedad de las garantías: el dictador Gadafi ha suspendido las entregas de petróleo a Suiza porque uno de sus hijos fue maltratado en un hotel por la policía helvética. Para paliar esta dependencia, a todas luces excesiva, así como para conseguir energía limpia que nos facilite el cumplimiento de las condiciones de Kioto, nuestro país ha desarrollado un esfuerzo muy importante en el campo de las energías renovables, que nos ha situado a la cabeza del mundo, pero que, a todas luces, tiene un recorrido limitado. impensable que tales fuentes alternativas puedan sustituir a las convencionales. Asimismo, España está ampliando su interconexión eléctrica con Francia para asegurarse un suministro que es en su mayor parte de origen nuclear.

Así las cosas, no parece fuera de lugar abrir el debate nuclear para decidir colectivamente si esta fuente de energía, que representa en España el 8,5% de la generación (equivalente al 17,6% de la electricidad producida), ha de mantenerse e incluso ampliarse, o si podemos permitirnos prescindir gradualmente de ella en cuanto se agote la vida útil de las centrales actualmente activas. Como es sabido, rige desde 1991 una moratoria nuclear impuesta por el Gobierno del entonces presidente González . El debate, que de hecho ya está en los medios -lo ha pedido expresamente el propio González, lo ha mantenido el PSC en su último congreso, lo han sugerido patronal y sindicatos, etcétera-, tiene un enfoque teórico bien simple: de un lado, la energía nuclear no emite anhídrido carbónico a la atmósfera y las centrales modernas ofrecen una seguridad prácticamente absoluta; de otro lado, planea sobre nuestras memorias el fantasma de Chernobil y existe un problema, aunque cada vez menor, con los residuos. A todo ello hay que añadir el debate financiero: una central de nueva planta cuesta en torno a los 3.500 millones de euros, magnitud gigantesca que abre grandes interrogantes en las circunstancias actuales; en cualquier caso, la inversión no se produciría sin un marco regulador estable, avalado por el propio Estado, que garantizase su rentabilidad a largo plazo.

Pero antes, y con urgencia, tenemos que decidir qué hacer con las actuales centrales de fisión. Ya se ha cerrado la José Cabrera de Zorita, en Guadalajara, y el próximo año debería clausurarse la de Garoña al haber cumplido su vida útil (40 años). La prolongación de la vida útil de las actuales nucleares por un período de 20 años más, que es común en otros países, nos proporcionaría un respiro a un precio razonable ya que las grandes inversiones iniciales están amortizadas. Y aunque hubiera que invertir nuevas e importantes cantidades en la seguridad futura de esas instalaciones.

Así ganaríamos tiempo tanto para que la energía nuclear de fusión, mucho más segura y productiva, saliera de su estado experimental, cuanto para -en su caso- planear la construcción de un nuevo parque de centrales, que requiere tiempo. Tanto a causa de la dificultad que entraña su financiación, según ha quedado dicho, como por la complejidad técnica de la empresa.

Rodríguez Zapatero se ha manifestado repetidamente contrario a la energía nuclear, pero quien tiene tan altas responsabilidades políticas no puede mantener convicciones personales que no estén avaladas por argumentos sólidos e irrefutables. Y puesto que el asunto está en discusión en todas partes, no tendría sentido que aquí se hurtara por un prejuicio ideológico. Toda la sociedad debe participar en un debate en el que se sopesen con rigor los pros y los contras, los efectos medioambientales de la energía nuclear y de su inexistencia (los combustibles fósiles son los responsables del efecto invernadero), el peso de la energía nuclear en la reducción de la dependencia energética de nuestro país, el coste en términos de bienestar de unas políticas de austeridad que inevitablemente arreciarán si nuestras principales fuentes energéticas siguen encareciéndose en el futuro, como parece más que probable, etcétera.

De la participación de la generación nuclear en el conjunto quedarán a expensas la dependencia y la contribución que habrán de prestar las demás fuentes. Los expertos, por su parte, se muestran generalmente partidarios de un modelo eléctrico para el 2030 denominado 30-30-30 en el que la generación nuclear participe en un 30%, al igual que las energías renovables y las de origen fósil, dejando un 10% para otras energías alternativas. Con este esquema equilibrado, la dependencia se reduciría significativamente.

Hasta el momento, las posturas que se asoman a los medios a favor y en contra de la energía nuclear suelen ser inflamadas y poco razonadas; fundamentalistas, en una palabra. Conviene rebajar la agresividad, reducir las ideas preconcebidas y entrar en la cuestión con pulcritud intelectual, realismo económico y sentido del futuro. Solo así acertaremos en la toma de decisiones que afectarán a las próximas generaciones.

* Periodista