Decía el monigote de una vieja viñeta humorística del Perich que «educar a un niño requiere mucha paciencia... en especial por parte del niño». La verdad es que casi no me sale más que un chiste para responder a la oleada de indignados porque en Extremadura se den, a cuentagotas, menudos pasitos en la dirección de transformar el modo en que educamos a los niños. ¡Menuda paciencia han de seguir teniendo con nosotros, los niños!

Me refiero de nuevo a la polémica en torno a las (timidísimas) recomendaciones que hace la Consejería a los docentes para que miren mejor lo que hacen con los deberes escolares. El objetivo es evitar abusos y hacer un poco de caso a las decenas de estudios que afirman que los deberes no sirven para aumentar el rendimiento académico (si es que aprender consiste en eso), que condicionan el (no menos educativo) tiempo de ocio y de vida en familia de los niños, que aumentan la desigualdad social (clases particulares, ayuda de los padres...) y que generan estrés y rechazo a la escuela.

Pues nada. Según parece todo esto son tonterías de pedagogos desnortados. ¿Qué sabrán los pedagogos de pedagogía? ¿Quién será un pedagogo (ni nadie) para instruir o ‘monitorizar’ a un profesor en el uso de esa presunta herramienta pedagógica que son los deberes? Los profesores, por lo visto, somos infalibles y no debemos ser fiscalizados ni por expertos ni por los ciudadanos a los que servimos. Nuestra probada competencia didáctica (adquirida, en la mayoría de los casos, sobre la marcha) supera -por lo que se ve- todos los grandes paradigmas de la pedagogía de los últimos cien años. Nuestra libertad de cátedra (un concepto ligado al modelo de la clase magistral en extinción) es intocable. Y nuestra autoridad tan indiscutible como nos gusta pensar que es la de un médico o un juez. ¿Qué digo? ¡Mucho más! Al fin, la tarea de un médico puede ser analizada por un experto en medicina (o la de un juez por un perito en derecho). Pero la práctica educativa de un docente no debe serlo -según algunos- ni por un experto en educación (es decir: un pedagogo) ni por nadie. ¿Para qué iba a serlo, además, si, según aquellos, nunca tenemos la culpa de nada? Si el tratamiento de un médico no cura, la culpa es suya.

Si un juez condena a un inocente, la culpa es del juez. Pero si un docente no logra que un alumno aprenda -dicen nuestros peores defensores- la culpa es de todo el mundo (del alumno, que es un vago, de la familia, que no coopera, de la Administración que no invierte, o de la sociedad que nos tiene manía) menos de él.

Así pues, y como escribía recientemente y aquí mismo un portavoz sindical: todo seguirá como siempre, y las recomendaciones sobre los deberes serán atendidas como buenamente les parezca -decía, satisfecho, el sindicalista- a esos ‘infalibles’ docentes que imaginan algunos.

Muy apropiadamente, por cierto, este mismo portavoz sindical (del sindicato PIDE) insistía en su artículo en los problemas que arrastra la educación en nuestra región (las altas tasas de abandono escolar o el número de repeticiones, por ejemplo). Aunque las causas de estos problemas no eran, por supuesto, y a tenor de lo que leía, la insistencia en un modelo periclitado y simplón (que, entre otras cosas, usa y abusa de los deberes), la insuficiente formación didáctica de maestros y profesores, o la necesidad de incorporar las innovaciones pedagógicas que ya se aplican con éxito en las escuelas de comunidades más avanzadas. ¡Quia! ¡Qué iba a ser todo eso!

Las causas de los problemas educativos, escribía el sindicalista (y subscribirían muchos), son la Administración, que no suministra más recursos y personal, y el resto de la comunidad educativa que no coopera. Vamos, que todo se arreglaría con un aumento de plantillas y casi con aquello de que los-niños-vengan-educados-de-casa. Tal vez no se deba pedir un análisis distinto a un sindicato que se limita a defender intereses corporativos. La pena es que en este debate público apenas haya más (y más expertas) voces con que mostrar, a la opinión pública, lo realmente complejo que es el asunto educativo. Así que, y mientras tanto, paciencia, queridos niños.