Nunca se nos ha llenado la boca tanto de cultura como en el momento actual, aunque parece que no pasa de ahí. Servidor se atrevería a decir que este culto a la cultura es un iceberg de hipocresía. Por supuesto, nada vivificante. El grueso de indiferencia, o de partidismo hacia una historia determinada, a la hora de acoger culturalmente el espíritu de nuestras propias raíces, es público y manifiesto. La realidad es la que es y se puede constatar fácilmente. A poco que uno se acerque por los caminos de nuestra memoria histórica, verá que el grosor de abandono de nuestros monumentos, de nuestros espacios documentales, alcanza límites insostenibles. No me coge de sorpresa, pues, que España figure como tercer país entre los que menos protegen y cuidan su patrimonio. El pasado cultural, el patrimonio del esfuerzo creativo de las ideas y de las manos, de generaciones animadas por el espíritu creador, arraigado en sus costumbres, no puede perderse. Este acervo es el que nos engrandece y nos da sostén de personas cultas, o lo que es lo mismo, de personas libres.

Si los inmuebles y objetos muebles de interés artístico, histórico, paleontológico, arqueológico, etnográfico, científico o técnico, al igual que el patrimonio documental y bibliográfico, los yacimientos y zonas arqueológicas, así como los sitios naturales, jardines y parques, que tengan valor artístico, histórico o antropológico, no se salvaguardan desde las administraciones públicas, en poco tiempo dejaremos de tener ese patrimonio extenso y variado, resultando baldío promocionar un turismo cultural que acabará decepcionándose. Las comunidades autónomas han asumido las competencias en materia de protección de patrimonio histórico y han redactado su propia legislación. El Ministerio de Cultura debe colaborar y hacer el papel de coordinador, especialmente a través del Consejo de Patrimonio Histórico. Mucho me temo que unos por otros la casa sin barrer.