En casi todos los libros y panfletos que se han publicado recientemente sobre la necesidad de justicia, se cita aquella bondadosa frase de Concepción Arenal cuando fue visitadora de cárceles de mujeres en las revueltas décadas del siglo XIX: "Odia el delito y compadece al delincuente". Sentencia sonora y bienintencionada que se ha ido convirtiendo en "guía de legisladores" y "mantra" de jueces y magistrados; especialmente cuando los delincuentes son personas de alta alcurnia, de notoria fama y fortuna o de reconocido poder político en los aledaños de cualquier gobierno.

La pregunta que salta en nuestra mente es: ¿Se compadeció el delincuente de sus víctimas al atropellarlas, al saquearlas, al quedarse con sus ahorros de toda la vida, al engañarlas o al dejarlas en la más triste miseria? La respuesta ha de ser contundente en cuanto a lo de "odiar el delito"; pues no creo que haya muchos partidarios de asesinar o herir a sus semejantes sin una razón muy convincente y justa, que les hayan inculcado desde puestos de mando y privilegio sus propios gerifaltes: generales, directores, jerarcas, gobernantes... Que después miran hacia otro lado para no contemplar el horror y la desdicha que provocan con sus órdenes y mandatos. ¿No serán más culpables los que inducen que los que cometen las tropelías?

Tampoco creo que haya gentes --por muy avaras y descastadas que sean-- que den su aprobación al hurto, al engaño doloso, a la sustracción de los pocos bienes o ahorros que aún les queden a los ancianos, a los enfermos, a los ignorantes... Pero ocurre con frecuencia que estos saqueadores, acostumbrados a mentir y engañar a sus víctimas, justifican también con falacias sus tropelías; llegando incluso a considerarlas como actos inevitables para mejorar el futuro.

Y LOS QUE deben odiar y condenar el delito "compadecen" al delincuente cuando es banquero, miembro de alguna ilustre y destacada familia o gerifalte político de cualquier ámbito de la Administración; con lo que prefieren anular o desestimar las pruebas y evidencias en las que pudieran apoyar sus justas sentencias. Para dejar en lo posible "descafeinado" el odio al delito --y con él a la acción de Justicia que exige toda infracción de la Ley-- que malquistar su futura carrera en las escalas de la Administración.

Solamente adquiere todo su valor y sentido la sentencia de Concepción Arenal cuando --como ella misma pudo comprobar en las frecuentes visitas llevadas a cabo en las cárceles de mujeres-- muchos de los desafueros e ilegalidades que los jueces y fiscales habían condenado con severidad y rigor, habían sido perpetrados por pobres esposas o madres ignorantes; inconscientes muchas veces de lo que hacían, obligadas por unas circunstancias adversas de hambre, de miseria, de desamparo de sus hijos, que les condujeron a enfrentarse al destino cruel de los pobres, que acaba cercenando sus vidas.

Incluso hoy en día, un destacado jurista, presidente del Tribunal Supremo, reconoce que las leyes fueron, en su día, redactadas para castigar a los "ladrones de gallinas"; pero muy pocas veces para sancionar a los grandes defraudadores, a los notables saqueadores del erario público, o a los corruptos y embaucadores que tantos quebrantos ocasionan al cuerpo social.

La señora Arenal no tuvo ocasión de visitar los orondos "establecimientos penitenciarios" actuales --especialmente los más famosos y "mediáticos"-- reservados a los mas honorables delincuentes que hoy empiezan a llenar sus confortables celdas. Son cárceles modernas, bien dotadas, en las que sus ilustres penados --en pocos casos "apenados"-- disfrutan de comodidades y licencias, antes de que se les conceda el "tercer grado", que es en realidad la plena libertad.

El símbolo y explicación de toda esta larga dialéctica discursiva, quizá podamos encontrarlo en las "Ciudades de la Justicia" iniciadas en varias provincias españolas, ostentosas y desproporcionadas. Comenzadas como ejemplos del fraude continuo de las contrataciones públicas, que se adjudicaban por varios millones, se incrementaban en otros varios para repartir entre constructor y adjudicatario, y se abandonaban cuando ya no quedaban fondos para seguir desfalcando. Al final, han acabado siendo monumentos a la picaresca administrativa y al cohecho.

¡Justicia incompleta en cada obra abandonada!