XMxuchas veces para entender la realidad que nos rodea es conveniente volver la vista atrás y no olvidarse de los clásicos. Casi todo estuvo en sus mentes y permanece en sus obras. El progreso humano debe agradecimiento imperecedero a Cesare Bonesana , marqués de Beccaria. En su obra De los delitos y de las penas expone de forma clara que el fin de la pena no es otro que corregir al criminal y reconducirlo al buen camino garantizando, al mismo tiempo, la seguridad de la sociedad. Afirmar esto en 1763, cuando tenía sólo 25 años, fue considerado blasfemo y contrario a las doctrinas de la Iglesia, que incluyó este manual, demoledor con las prácticas de la inquisición, en el famoso Undice de libros prohibidos.

Afortunadamente triunfó la razón, aunque vivimos en tiempos en los que el entusiasmo de los inquisidores por las torturas y su justificación, entonces mística y ahora simplemente pragmática, está volviendo a nuestras vidas.

La respuesta está en las leyes. Nunca éstas deben perder su legitimidad de origen y su racionalidad interna, ajustándose al principio de proporcionalidad para responder punitivamente a conductas criminales que conculcan, de manera grave, los derechos de los demás. Todos sabemos que los delitos terroristas pretenden crear, deliberadamente, focos de tensión con el objetivo de revivir los ancestros del pasado. El sistema de penas tiene unos objetivos constitucionalmente proclamados: resocialización y reeducación. Es cierto que a muchos les puede parecer ingenuo o bienintencionado, pero siempre son mejores que los que propugnan, como en el pasado, un feroz expiacionismo retributivo. Existen delincuentes cuya actividad criminal es casi patológica. Se convierten en verdaderas máquinas de matar, acumulando, cuando son juzgados un número impresionante de años de prisión, inabarcable por la vida humana.

A los que nos movemos en el mundo de la aplicación del derecho penal siempre nos ha sorprendido la tendencia de los medios de comunicación a destacar, en grandes titulares, que un delincuente ha sido condenado a más de 1.000 años de prisión. Los códigos establecen máximos de tiempo real de cumplimiento en prisión. En algunos casos admiten una "cadena perpetua ficticia", que se revisa cada cierto tiempo hasta que se decide que la duración de la pena es ya suficiente.

En nuestros códigos, desde el siglo XIX, el tope máximo de la prisión ha sido de 30 años y nunca se dijo que el cumplimiento sería íntegro y efectivo. Se abría la posibilidad de combinar este tope máximo con el sistema de cumplimiento, beneficiándose el penado de las ventajas de observar buena conducta en prisión y de prestar su actividad por medio del trabajo. De esta manera, en la mayoría de los casos, un delincuente condenado a más de 30 años en una o varias sentencias, gozaba de un tratamiento igualitario con los demás reclusos facilitando su integración en el mundo de la prisión.

El sistema estuvo vigente hasta el año 2003, en el que, por efecto del llamado Pacto Antiterrorista, se estableció un régimen distinto para los condenados por hechos calificados como terroristas. Conviene recordar que en el año 1995, el llamado Código Penal de la democracia, estipuló un límite máximo de acumulación de penas en 20 años a la vez que elimina la redención de penas por el trabajo si bien la resucita y disfraza a través de los llamados beneficios penitenciarios.

Durante estos últimos años, muchísimos delincuentes terroristas con penas de más de 100 años y hasta de 300 cumplieron su condena, con el asentimiento de las juntas de las prisiones, los jueces de vigilancia penitenciaria, la fiscalía de la Audiencia Nacional y los tribunales, extinguiendo su privación de libertad con un máximo de 20 años de cumplimiento efectivo.

En estos momentos se ha desatado una fuerte polémica, amplificada por los medios de comunicación, sobre la salida, más o menos inminente, de uno de los asesinos más sangrientos de la banda terrorista ETA. Se quiere despertar el viejo instituto de la retribución y expiación, desmontando una de las claves de arco de la estructura democrática y cultural del presente. Cualquier edificio constitucional se derrumba si se aplican retroactivamente las leyes penales desfavorables.

Hacer una relectura del centenario artículo 70, regla 2. del Código Penal que rigió nuestra política punitiva, durante regímenes liberales y dictaduras, supone convertirlo en lo que nunca ha sido ni el legislador le encomendó. La fuerza y la legitimidad de la democracia se asienta sobre la pervivencia y la superioridad de los valores éticos y políticos de su sistema frente a cualquier pretensión de anular su funcionamiento por medio de la violencia y el dolor de toda la sociedad. Sólo los temerosos de la fuerza del diálogo pueden pensar que las armas impondrán condiciones a la mayoría de los ciudadanos. El fracaso de los terroristas se plasma en su imposibilidad de torcer ni un milímetro la voluntad de los demócratas expresada mayoritariamente en las urnas.

La única respuesta de una sociedad fuerte, equilibrada y sin complejos es mantener la vigencia del Estado de derecho sin volver la vista atrás y sin propugnar soluciones que ya han sido ensayadas a lo largo de la historia y nunca han producido efectos positivos. El marqués de Beccaria asistiría desconcertado y desanimado al debate que en estos momentos se plantea, desde posiciones retrógradas, demandando, en contra del texto constitucional, que las penas sean un instrumento de venganza.

*Magistrado del Tribunal Supremo