Los partidos políticos son la esencia de la Democracia, la espina dorsal del sistema y, sin embargo, su funcionamiento interno suele ser escasamente democrático, incluso a petición del público que tanto les vota. O bien, el aparato burocrático teje una maraña de intereses que convierte a la mediocridad en hegemónica, o bien, sobreviene un líder carismático que se convierte en zar, y cuyas decisiones son tan respetadas como las de un déspota.

Lo que debería ser normal en el funcionamiento interno, es decir, el debate, la confrontación de ideas, la votación de propuestas, la discusión en la elaboración de programas, la disputa por el liderazgo interno, se considera un tremendo error, y cualquier voz discrepante o el intento de una matización son consideradas, no como algo normal en el seno de una institución democrática, sino como una bella traición. Esta situación, que favorece a las personas enquistadas en los aparatos, no solamente no es criticada por la sociedad en general, sino que, muy al contrario, los electores castigan a los partidos que no funcionan como una monarquía absolutista y premian con su confianza a aquellas organizaciones políticas en que los disidentes o no existen o no se les concede la palabra.

El propio Mariano Rajoy se ha contagiado del ambiente, y parece que considera una especie de traición al PP que alguien pretenda rivalizar por el liderazgo, mientras en el PSOE, donde Zapatero se ha convertido en el caudillo incontestable, se frotan las manos con satisfacción, porque saben que el votante prefiere los partidos regidos por el autoritarismo del jefe. Habría que volver a leer a Erich From y recordar que "El hombre ordinario con poder extraordinario es el principal peligro para la humanidad y no el malvado o el sádico". Pero ni los votantes leen, ni mucho menos los votados.