TSteguro que en alguno de los casi doscientos artículos que anteceden a este habré escrito ya que los representantes políticos no son de una especie animal diferente a la nuestra, ni crecen en los árboles, ni constituyen una rareza genética. Salen de entre nosotros, son ciudadanía como nosotros que decide dar el paso de gestionar lo público. Recordaba esto la semana pasada durante un excelente curso organizado por la Escuela de Administración Pública (quizá uno de los organismos de la Junta de Extremadura que mejor funciona) que versaba sobre innovación y creatividad en el puesto de trabajo. Cuando uno entra en contacto con funcionarios de otras áreas, confirma que los males de la administración son profundos, graves, extendidos y debidos en gran parte a que los empleados públicos callamos demasiado.

Uno de los más prestigiosos politólogos de la historia, Giovanni Sartori , escribe en su último libro (La carrera hacia ningún lugar, 2016) que los sistemas democráticos no pueden existir "sin ideales, sin un 'deber ser', entendiendo el 'deber ser' como irrealizable, pero pese a todo como alimento esencial de una democracia". Lo que se descubre cuando se analiza la administración pública o el desempeño de los representantes políticos, es que ese "deber ser" kantiano ha desaparecido de la moral pública casi completamente. Estamos instalados en el "esto es lo que hay" y en el temor a defender lo correcto. Y esa comodidad es la primera corrupción moral, y la más grave por ser cimiento del resto.

Es verdad que es un temor justificado. El New York Times se hacía eco el pasado 15 de mayo -en un artículo titulado 'Destapar la corrupción es un esfuerzo arriesgado en España'- del calvario laboral y personal que supone para muchos denunciantes poner en manos de las autoridades las irregularidades que cometen los cargos públicos. Eso ha pasado con Ana Garrido , empleada pública municipal que destapó el caso Gürtel, que ha sufrido depresión, acoso laboral y amenazas de muerte, y ahora está imputada por infidelidad en la custodia de documentos. O con Roberto Macías , administrativo que puso en marcha la maquinaria para investigar la presunta financiación ilegal de UGT Andalucía, y que ahora se enfrenta a prisión por revelación de secretos.

El periódico estadounidense destacaba la ausencia de legislación específica destinada a proteger a los denunciantes, algo que no ocurre en casi ningún país de Europa, lo que seguramente contribuye a que España sea una de las naciones más corruptas de nuestro entorno. Siendo la protección de los denunciantes una de las asignaturas pendientes de nuestro sistema, no es excusa suficiente para abandonar la ética profesional y pública. Los funcionarios tenemos bastantes herramientas en la Ley de Función Pública y en el Estatuto Básico del Empleado Público para protegernos. El resto de ciudadanos que tengan información sobre irregularidades y que no pongan en juego su puesto de trabajo tienen aún menos excusa. Y aunque lo pusieran en riesgo, debemos tener muy claro -antes de que sea demasiado tarde- que la democracia es el mejor sistema político conocido pero también el más caro, y no solo económicamente. Hay que asumir riesgos individuales para sostener la colectividad.

XSI HAYx una característica que define a España frente al resto de países es la picaresca. Quien puede cobrar en dinero negro una facturita para no tributar, lo hace, y el que paga lo asume sin problema; quien puede colocar a un amigo o un familiar en algún lugar, lo hace, y los de alrededor callan. Decimos o pensamos: "esto es lo que hay". En otros países lo llaman corrupción, aquí lo llamamos picaresca. Por eso estamos tan lejos de la excelencia laboral, social y política de tantos países de Europa. Así pues, cuando esa ciudadanía pícara llega a la política, la facturita en dinero negro se convierte en unos cuantos millones en Suiza y el amiguete colocado acaba siendo un cargo público que desempeña altas responsabilidades sin haber leído un libro en su vida. La magnitud de la corrupción es diferente pero el mecanismo moral que lleva hasta ella es exactamente el mismo: la sustitución del "deber ser" por el "esto es lo que hay". La política es solo un espejo de la ciudadanía, aunque nos duela.

Yo hace tiempo que decidí ser un ciudadano digno de tal nombre. Decidí no votar a ningún responsable público bajo sospecha de corrupción, o que ampare o justifique la de otros; decidí denunciar la corrupción de la que tenga la menor prueba; decidí esquivar los comportamientos sociales que por inercia nos obligan a corrompernos. Si todos lo hiciéramos al mismo tiempo seguro que supondría un shock democrático (¡cuánta basura hay bajo las alfombras!) pero al día siguiente seríamos un país mejor y más preparado para el futuro. Y no esta inmundicia que tenemos ahora.