Los pájaros y el dinero no reconocen fronteras. Vuelan de un sitio a otro, según dónde el sol más calienta y, cuando llega la crisis, o peor, la Depresión, con una falta de elegancia que llega a la grosería, ni respeta identidades, ni diferencias, ni folklore, ni sentimientos, ni nada. Golpea con indiferencia a los del norte y a los del sur, y les da lo mismo el color de la piel, el idioma que hablan o la latitud en la viven y mueren.

Ante la Economía, con mayúsculas, el nacionalismo tiene la misma capacidad de influencia que una hoja de otoño para detener un tren de alta velocidad, y me refiero a todos los nacionalismos, los de vía estrecha, los de vía ancha, los místicos y los de melonar. Ante la recesión económica, ser francés o corso, o español o sueco, servirá lo mismo que invocar la seguridad jurídica en el Congo de ahora mismo, donde se están matando con muchísimo entusiasmo. Por eso, el G-20 se reúne para hablar de una de las pocas cosas que nos unen a todos: el dinero.

Ni civilizaciones aliadas o no, ni distinciones entre aborígenes y mediopensionistas, sino qué hay de lo nuestro, y cómo se puede salir de este lío mundial, dejando el menor número posible de pelos en la gatera. Incluso el Reino Unido, que pensaba que conservando la libra, y mirando por encima del hombro al euro, iba a salvarse de la crisis, debe enfrentarse al mismo problema que todos, y no digamos la libra escocesa, esa gilipollez, que tiene el mismo valor que la otra, y que viene a ser algo así como si nos inventáramos el euro vasco. No hay nada que una más que un enemigo común, y lo que ha sucedido es que el enemigo común estaba dentro de nosotros, que lo hemos alimentado y ayudado a convertirse en un monstruo. Las fronteras se han hundido, porque tan libre y universal como los pájaros es el miedo, y vamos a hablar de cosas serias, vamos a aparcar los lirismos y ensoñaciones, y vamos a ocuparnos de las cosas de comer. No es un buen asunto, pero aclara algunas confusiones.