La nueva derecha neoliberal de Europa lleva años ganando la batalla electoral a la izquierda. Ha sido capaz de captar el voto de las clases medias y bajas que han sufrido en las últimas décadas los efectos negativos de la globalización económica y de la crisis financiera. Especialmente entre los excluidos económica y culturalmente de la sociedad, los sectores de electores primerizos y entre el colectivo cada vez más amplio de los desclasados o ciudadanos que han descendido de clase social. Y lo ha hecho con un discurso populista y autoritario que lanza mensajes simples y supuestamente tranquilizadores, pero no aborda directamente el debate socioeconómico en la discusión política.

A la vez, este discurso neoliberal y conservador alienta sin complejos la estigmatización del inmigrante como foco de los males de nuestra sociedad, con la finalidad de distraer y canalizar la insatisfacción social y económica de los ciudadanos hacia un odio cultural o religioso. Se pretende sustituir el resentimiento económico por un resentimiento identitario.

De esta manera, las cuestiones socioculturales y de identidad religiosa han ido tomando cada vez más protagonismo en el discurso político, enfrentando a derecha e izquierda, y en una opinión pública que se encuentra dividida en torno al tema religioso (fundamentalmente en relación con el Islam) como cuestión identitaria de los inmigrantes. La nueva derecha pretende monopolizar este asunto, cooptarlo electoralmente, y hacer de él un problema para la identidad nacional y para la seguridad de nuestras sociedades.

XESTA DERECHAx habla de la recuperación de valores tradicionales, vinculados a la ley y el orden, de seguridad ciudadana, de disciplina social, nacionalismo económico y de recuperar la hegemonía étnica y moral de los estados en especial frente a la inmigración. Se trata de un enfoque conservador y provinciano, basado en el miedo y en la regresión individual y colectiva, que no duda en acudir a la política de las tripas, agitando visceralmente los sentimientos colectivos de las personas y sus frustraciones individuales, y lesionando gravemente la estructura democrática de la sociedad. El populismo, basado en el alentamiento del miedo, la inseguridad o la xenofobia, se sitúa en una zona gris entre la democracia y el autoritarismo.

Todo esto se instrumentaliza electoralmente, incardinando un cierto conservadurismo de la clase trabajadora contra los efectos negativos de la globalización económica y financiera, con un conservadurismo católico y de derechas contra una sociedad caracterizada por la diversidad creciente, que ni acepta ni comprende para no perder su hegemonía social, cultural y, especialmente, económica. Este tipo de discurso político lleva años buscando la derechización de la sociedad, y en particular de las clases populares y trabajadoras, pero también de las clases medias que son las que más sufren y temen el proceso de desclasamiento o de descenso socioeconómico. La alianza está funcionando.

Los partidos socialistas y socialdemócratas europeos adoptaron, erróneamente a mi juicio, una postura convergente hacia la derecha en la escisión sociocultural de nuestras sociedades. Sin embargo, la batalla electoral la siguen perdiendo en este terreno. No han sido capaces de articular un discurso socioeconómico alternativo, superador de la escisión sociocultural e identitaria. Ni han sabido buscar alternativas a los dictados de los mecanismos financieros, ni frenar sus especulaciones, como tampoco articular nuevos pactos sociales en defensa de la integración social y de la cohesión económica y, consecuentemente, en defensa de las estructuras democráticas. Han vaciado de contenido su ideario político y han provocado que la izquierda perdiera buena parte de sus señas de identidad.

La política tiene una función pedagógica ineludible a la que la izquierda no puede renunciar. Los partidos socialdemócratas deberían hacer una apuesta fuerte en defensa de la democracia, de la integración y de la cohesión socioeconómica de todos sin importar el lugar de nacimiento, ni la opción moral de cada uno. Pero no solo una defensa de la democracia liberal, que a veces se reduce a implementar el derecho de sufragio y una mera gestión de cosas y personas, sino también de la democracia social y económica.

Este sigue siendo el gran déficit de nuestras sociedades, y debería ser de nuevo el ideario socialdemócrata y socialista, donde la seguridad no se vincule solo al orden y a la autoridad, sino primordialmente a la redistribución económica, a la universalización de la educación, a la igualdad material, al reparto solidario de bienes y recursos y a la preservación de los espacios y prestaciones públicas. Los partidos socialdemócratas deberían recuperar sin ambages la cuestión socioeconómica en el debate político, así como el control normativo de la política democrática. Este sí es el problema.