Mientras Al Qaeda da muestras de una ilimitada capacidad de adaptación para golpear en cualquier parte o al menos intentarlo --el vuelo Amsterdam-Detroit, el asalto al domicilio del dibujante danés Kurt Westergaard--, los servicios de seguridad occidentales, especialmente los de Estados Unidos, dejan al descubierto una incapacidad alarmante y los gobiernos ponen a prueba la paciencia de sus ciudadanos con nuevos sistemas de control en los aeropuertos. Una respuesta al desafío islamista que ni siquiera da más confianza a los viajeros y que, desde luego, no parece que vaya a contener a los ideólogos del martirio y a los suicidas. Una medida que, además, tiene poco que ver con la realidad de los santuarios desde los que se alimenta a los circuitos del terror --Afganistán, Pakistán, Yemen y Somalia, por el momento--, coloreados con todas las tonalidades de los estados fallidos.

La sucesión de acontecimientos desde el día de Navidad hasta ayer confirma que Estados Unidos y sus aliados están lejos de llevar la iniciativa. Los antecedentes demuestran que las operaciones de castigo diseñadas por los estados mayores apenas tienen repercusión y, aun así, Washington y Londres preparan algo parecido a una represalia en territorio yemení contra bases de Al Qaeda. Con el riesgo añadido, como sucedió en el pasado con el bombardeo que el expresidente estadounidense Bill Clinton ordenó contra Sudán en el año 1998, de que puede calentar aún más los ánimos del fundamentalismo irredento y allegar más voluntarios a la causa de la bomba.

Una vez más, la opción elegida es aquella que puede difundirse por televisión, cuando lo que realmente no funciona es la comunidad de inteligencia --la de Estados Unidos y sus aliados--, cuya primera misión es dificultar los movimientos de los terroristas y prever sus golpes de mano. Basta recordar que el suicida que causó la muerte en Afganistán de siete funcionarios de la CIA era un infiltrado y que una parte de los servicios secretos paquistanís son cooperadores necesarios de la impunidad de los talibanes en la frontera afgana.

En última instancia, se pone de manifiesto el desconcierto de los estrategas y la incapacidad de los generales para comprender la naturaleza del desafío. Cerrar embajadas y ordenar fuego a discreción es, como tantos temen, tan espectacular como ineficaz. Acaso solo sirva para acallar en Estados Unidos a los partidarios de desenterrar el gran garrote.