TPtroliferan en nuestras pantallas programas de aventuras y deportes de riesgo cuyos protagonistas se enfrentan a los más variados peligros, poniendo a prueba su resistencia y capacidad para remontar la adversidad. Para ello buscan lugares como las cumbres del Himalaya, laderas de volcanes en activo, desiertos africanos y manglares australes donde ponerse a prueba explorando los límites del cuerpo y la mente.

La verdad sea dicha, este exiliado que escribe, que lo es por voluntad propia, no entiende la razón de irse tan lejos y gastarse los cuartos en escalas y trámites aduaneros para testimoniar hasta dónde llega la condición humana.

Prueben a reclamar a cualquier empresa de telefonía que la velocidad de su banda ancha no es la que se ofertaba; solicitar una ayuda para un familiar dependiente; llamar la atención a unos vecinos molestos; que su banco detalle la letra pequeña de su hipoteca; o pedir en una Gerencia de Salud acceso a las listas vigentes que se usan para dar interinidades o sustituciones. Prueben a ir con un carrito para bebés o una silla de minusválido por aceras de pueblos y ciudades infestados de carteles anunciando el Plan E. O encontrar un cartucho compatible con nuestra impresora de toda la vida; actividades que se convierten en verdaderas proezas y ponen a prueba --y muchas veces en el disparadero-- a quien las emprende muy a su pesar.

Y es que el verdadero desafío extremo de cada día consiste en levantarse por la mañana; no hay por qué ir a la Antártida para quedarse helado con las noticias de Moncloa o con el alza de los precios, ni pasar una quincena en las jungla de Borneo para sufrir en propia carne las sanguijuelas de la mendacidad cotidiana. ¿Qué demuestran estas pruebas sino la capacidad del hombre para complicarse la existencia, poner obstáculos innecesarios en su camino? A eso se reduce la vida en esta sociedad que conformamos: una competición frenética y absurda por sobrevivir entre unos pocos --cada vez menos-- miles de contribuyentes.