Un pacto con la fiscalía ha llevado al exconsejero catalán Maciá Alavedra a reconocer que cobró comisiones ilegales en, al menos, dos promociones inmobiliarias. Con todo descaro explicó ante el tribunal que le juzga por el caso Pretoria que lo hizo porque tras 15 años como consejero de Jordi Pujol «conocía a todo el mundo». Ello le permitió cambiar voluntades para favorecer a los contratistas. Las palabras de Alavedra dejan en evidencia a los gobiernos de los que formó parte, siempre a las órdenes de Pujol, porque el mecanismo confesado revela una determinada manera de entender los negocios, la política y la Administración pública, en este caso la Generalitat. Un patrón que se repite una y otra vez en torno al propio Pujol y lo que fue la antigua CiU: relaciones poco transparentes entre empresarios y políticos que acaban con resoluciones y adjudicaciones públicas aparentemente impecables vinculadas a comisiones que se pagan en ocasiones en dinero negro -como es el caso de Alavedra o los hijos de Pujol-, con facturas falsas -en los de Millet u Oriol Pujol- o con donativos a las fundaciones de CDC -como los que se investigan en el caso del 3%-. La lentitud de la justicia y la aceleración de la vida política convierten hoy la confesión de Alavedra en un hecho extemporáneo pero no por ello menos grave y revelador de una determinada manera de hacer política que tal vez no se haya erradicado definitivamente.