Llevo como cuatro semanas sin ver prácticamente nada en televisión, y accediendo a las redes sociales durante solo unos minutos diarios. Y resulta que aquí sigo, tan campante. Vamos, que no me siento afligido ni vacío, que no tengo ningún necesidad imperante que me incapacite, que continuo habitando este planeta, como cualquier otro ser humano, y paseando por la calle, sin que nada extraño me ocurra.

Confieso, eso sí, que he estado apartado de esos medios por un exceso de ocupación. Que soy una persona que trata de estar bien informada. Que suelo preocuparme de mantenerme al día de lo que ocurre a mi alrededor.

Y que considero a la televisión y a las redes como recursos a los que se puede acceder para obtener información, además de para entretenerse. Pero, la escasez de tiempo, me ha obligado a optar por desechar lo accesorio, para ocuparme de lo fundamental. Y, para ello, la abstracción de cualquier elemento de distracción era fundamental.

Durante este tiempo de desconexión, me he acordado de un amigo que tiene un móvil antiguo, sin internet, sin Whatsapp, y sin demás zarandajas.

Es un veinteañero, al que siempre he admirado por mantenerse apartado de esos teléfonos inteligentes que, sin que apenas nos demos cuenta, nos roban una parte, más o menos importante, de nuestro tiempo y de nuestra atención. Y es que, si uno lo piensa bien, entre el tiempo de visionado de televisión, y el de acceso a los dispositivos conectados a la red, se no van unas horas diarias.

Más o menos, según la persona, pero un tiempo considerable, en cualquier caso.

Hace unos años, se leía más, y se cultivaba una mejor capacidad de escucha, fomentada por el --entonces-- medio preeminente, esto es, la radio.

Ahora, hay mucha gente que se deja absorber por la televisión y por los dispositivos móviles, y que vive en una realidad paralela mientras está conectado a ellos.

O sea que, o le ponemos, entre todos, un poco de cordura a esto, o acabaremos vagando por las calles de las ciudades como auténticos autómatas.