No es preciso asomarse a ningún estudio demoscópico para comprobar el desprestigio al que se han hecho acreedores los políticos. A medida que la situación se vuelve más adversa e ingobernable, los timoneles, en lugar de aunar esfuerzos para evitar que la nave zozobre, se dedican a una extraña suerte de disputa, a un ejercicio de funambulismo estéril, auto exculpatorio y pueril. Más atentos a conservar lo que aún les queda de sus menguadas prerrogativas, que a la búsqueda de soluciones concretas. Como si para ellos lo único importante fuera la repercusión porcentual que sus acciones u omisiones tienen sobre las encuestas.

Más que un grupo de mediocres, de incapaces e ineptos como los califican algunos, el desprestigio político viene en buena parte determinado por un sistema de elección basado en las listas cerradas, donde prima más una pleitesía que suele confundirse con lealtad, que el verdadero espíritu crítico, el criterio propio, la inteligencia, la rebeldía, la discrepancia y el inconformismo. Cada partido establece sus propios criterios y sus reglas de juego, convirtiendo al político en una mera correa de transmisión de algo gestado en las altas esferas de la partitocracia; a lo máximo que se atreven algunos es a discrepar en conversaciones privadas, lejos de los ámbitos parlamentarios o del influjo mediático.

Se trata de un sistema perverso, ya que quienes tienen la responsabilidad de velar por los intereses del electorado, están atrapados en las redes invisibles de su propia pervivencia. Por lo que cada vez es más grande la grieta sociológica que separa al elector del elegido, lo que lleva a algunos ciudadanos a refugiarse en los cuarteles de invierno del abstencionismo, reclamando para la sociedad civil esa iniciativa y ese protagonismo del que han hecho dejación los políticos.

Los tiempos difíciles requieren respuestas contundentes, liderazgos resolutivos, políticas de estado que se sobrepongan a particularismos mezquinos y sectarios. Ser capaces de articular los consensos necesarios, donde el Gobierno asuma esa parte de impopularidad que conlleva el gobernar los tiempos hostiles, y la oposición abandone el oportunismo de abonarse al rédito fácil de una política de desgaste.

Hay que terminar con esa dinámica que ve al político más como un problema que como una solución. Para ello es preciso dejar de lamerse las heridas, bajar hasta la arena y llenarse del ruido de la calle, adaptar nuestras vidas a las exigencias de una realidad diferente, ya que la decisión más dura que podamos tomar hoy será siempre más soportable que la que dejemos para mañana. Lo prioritario ahora es dejar de ser esos pájaros incautos apetecidos por la voracidad de los especuladores, y mientras tanto elevar el ejercicio de la política por encima de esa nebulosa de mediocridad que la vuelve tornadiza, anodina e insoportable.