Escritor

Veinticinco años de democracia no han bastado para que el descrédito que pesa sobre el ejercicio de la política haya disminuido. La insistente doctrina franquista en su contra hizo la mella deseada y casi nadie defiende en público su práctica. Los partidos, con una estructura férrea (hasta que se demuestra lo contrario), con ese aura, para el común, entre oscura y sospechosa, facilitan la coartada; en especial, a los de siempre. Así, los apolíticos de entonces suelen ser los que se autodenominan independientes ahora, esto es, los más fachas. Los jóvenes, que no tuvieron que sufrir la dictadura, tampoco parecen dispuestos a poner la política en el digno lugar que le corresponde y uno asiste perplejo al significativo hecho de que alguien que podría votar por primera vez en las próximas elecciones generales manifieste su intención de no hacerlo porque no quiere saber nada de política. Me temo que no es un caso aislado. Ni siquiera las recientes movilizaciones contra el gobierno por la mala gestión en la tragedia del Prestige y por el apoyo a la injusta e innecesaria guerra de Irak parecen haber despertado en ellos un mayor grado de interés por la participación y la militancia. Pero claro, la política no se sustenta en el aire de lo abstracto sino que se materializa en la existencia de los políticos concretos. Y de ahí, de lo humano, procede buena parte del mal a que aludo. No de la bella idea de la democracia sino de su concreción en las acciones de los hombres y mujeres que la llevan a cabo. El reciente y paradigmático caso de los tránsfugas corruptos, diputados electos de la Asamblea de Madrid, es sólo la última evidencia. Que se acabe demostrando que sus intereses eran espurios, que ha habido cohecho y tráfico de influencias o que les ha sobornado una trama financiera con intereses inmobiliarios es, a fin de cuentas, lo de menos, en el sentido de que el daño está hecho pues ya son más quienes ven en la política el medio que usan algunos para su beneficio personal y no para ejercer un servicio público al resto de los ciudadanos.

Volviendo a Madrid, pero a propósito de asuntos extremeños, escandalosas me han parecido también, aunque en otro grado y con otro alcance, las declaraciones de ese presunto político placentino que entiende que ser diputado a Cortes, miembro de una de las instituciones sagradas del Estado, si no la que más, donde reside la representación del pueblo español, puede ser fruto de una prebenda, del pago de un favor o la condición de un acuerdo entre un partido y un sindicato de cabreados , por usar el término acuñado por Fraga para referirse a este tipo de agrupaciones.

Ante semejantes planteamientos, cómo no va a reaccionar la ciudadanía en contra, cómo no va a crecer el número de abstencionistas, cómo, en fin, no va a estar cualquiera en la picota por el noble gesto de aspirar a ser concejal de su pueblo o por el no menos honroso de que sea nombrado para el cargo más insignificante de la diputación o de la Junta. Aunque a éstos les competa, antes que a nadie, la reposición, no creo que los políticos profesionales deban ser los únicos interesados en regenerar la mala imagen que pesa sobre la política. A esa tarea debemos contribuir todos los ciudadanos si queremos que nuestra democracia esté a la altura de nuestra dignidad.