Adónde va la gente que deja de acompañarnos o a la que dejamos, y no me refiero a los fallecidos, que aunque nos duela siempre sabemos dónde están: en nosotros mismos. Hablo de los otros, de los que sin irse al otro lado ya no están, viven, caminan, pero no les ves o no te ven, y en la mayoría de las ocasiones ni les piensas ni te piensan, o las correlaciones siempre son asimétricas. En Madrid, en Cuenca, en Barcelona, en Sevilla, también en Bruselas, en Madagascar, en New York, en Australia, en Bolivia etcétera, cualquiera de estos destinos es posible que los hayan recibido, que sea su lugar de residencia, su escenario de vida o el tuyo, Jaraíz, Montijo, Badajoz, Mérida, es lo mismo, cerca o lejos el espacio es relativo y el tiempo elástico, y viceversa. Están en la sombra, en los rincones de las calles caminadas, ocultos, tapados, disfrazados, transparentes, son y sin embargo hace tiempo que dejaron de ser. La biografía de uno debería contar más que los hechos lo que se ha perdido con ellos, no por nostalgia o melancolía, que también, sino por lo menos para ser rígidos con las apuestas de la vida. No es preciso hacerse sangre, pero tal vez una cura de humildad no nos vendría mal, reconocer los caminos torcidos, las palabras no dichas, los silencios perdidos, los rotos propios o producidos, puede que no tenga mucho carácter retroactivo, pero quién sabe, una noche cualquier, en una barra cualquier, bajo un árbol cualquiera, aparece quién sabe quién y deberíamos tener en orden el desorden de los olvidos. Pero sobre todo, y por encima de todo, asumir que en lo que queda de camino no podemos seguir olvidándonos, ése, el que te ve cada mañana, con el que te cruzas la mirada, el que te reta o al que retas, ése, al que en ocasiones agredes, rechazas, castigas, o al contrario, ése, también viene contigo y aún no lo has perdido ni aún tú te has ido.

*Antropólogo.