WEwl entusiasmo exagerado con el que se acogió el jueves la muerte de Abú Musab al Zarqaui, líder de Al Qaeda en Irak, ha dado paso al realismo al analizar la influencia que su desaparición puede tener en la crisis iraquí. El precedente de la detención de Sadam Husein, presentada por Estados Unidos como un factor determinante para la pacificación y la estabilidad del país, justifica la prudencia. La estructura descentralizada de la organización terrorista y el apoyo que le presta una parte de la población operan en el mismo sentido.

Para que Al Qaeda deje de disfrutar de una estimable cobertura popular es preciso, entre otros cambios, que las fuerzas de seguridad iraquís no participen activamente en la guerra entre sunís y chiís del lado de estos últimos. Solo si el Gobierno garantiza la neutralidad en la lucha antiterrorista podrá sofocar la guerra civil larvada que azota al país y reducir cada vez más la tutela norteamericana en la lucha antiterrorista. Pero, de momento, el primer ministro Nuri al Maliki está lejos de alcanzar este objetivo: las dificultades que ha debido vencer para nombrar a los ministros de Defensa e Interior no han hecho más que reflejar la desconfianza insalvable entre comunidades.