Dicen a veces que las pasiones más intensas resultan las más arrebatadoras, esas que te dan de vivir hasta que mueres en la orilla. Asistimos ahora, quizá casi siempre, a un escenario de ejemplos que demuestran que este axioma tiene mucho de verdad: las últimas horas de un político en campaña, dejándose la piel por el último voto; el músico, a por el sonido perfecto para el concierto de esta noche; y los padres, siempre los padres, intentando hacer realidad el sueño de sus hijos cada mañana. También, claro que sí, quien sabe que un trabajo es un tesoro y se apasiona, ojalá tenga esa suerte, con hacerlo mejor y llevar el dinero a casa que sirva para vivir con dignidad y bienestar. Por eso las pasiones son tan fáciles y difíciles de llevar. Nos ponen al límite del sueño y la pesadilla, nos dejan a merced del desvarío que cada día es levantarse para ganar la mañana y la tarde, superar obstáculos y volver a crecer en medio de los desiertos. Algo tan humano como la pasión, otras veces una trampa, tantas un olvido. Analicen a su alrededor las dosis que harían falta para que algunas cosas funcionaran un poco mejor, solo con que ganaran el aire de quienes ponen toda su carne en el asador para que sean mejores. Solo así comprenderíamos que aportar algo de nuestra parte es importante, pero más supone esa pasión necesaria que deja huella. Asistí a las caras perdidas de esos tipos que miran al suelo de las calles, a las noches feroces de ruido y calor, a las palabras huecas y los sonidos sordos. Todo hacía presagiar que vendría una tormenta. Hasta que aparecieron los tipos con maletines de pasión. Entonces hubo esperanza. Seguimos trabajando en ello para ser muchos más. Quizá consigamos algo.