Recuerdo que, cuando tenía once o doce años, mi madre me decía con cierta frecuencia: hija, no seas tan miedosa que te vas a quedar canija. Nunca le encontré mucha lógica a esa afirmación tan extraña, pero lo cierto es que la frase contenía dos verdades enormes: que de pequeña era excesivamente miedosa y que, en efecto, me quedé canija. Yo, ingenua, siempre pensé que la culpa fue más de mis perezosas hormonas del crecimiento que de mis incontables temores infantiles. Han pasado muchos años desde aquella premonición, advertencia o amenaza (no sé muy bien cómo catalogarla) pero es justo ahora cuando por fin entiendo lo que quería trasmitirme mi madre sobre la estrecha relación que existe entre el miedo y el tamaño. Cuando nos atacan nuestros miedos se nos encoge el corazón y nos hacemos vulnerables, el campo de visión se minimiza y nos impide vislumbrar una salida, el estómago se reduce, las ideas escasean, la fuerza, la voluntad y los reflejos disminuyen... Miedo al fracaso, al amor y al desamor, miedo a defraudar, a caer, a admitir, a conseguir o a perder, a no llegar, miedo a equivocarse, a envejecer, a morir o a vivir... No importa cómo se llamen nuestros miedos porque, sean cuales sean, todos nos paralizan, todos nos empequeñecen hasta hacernos diminutos. Y es que crecer es mucho más que una simple cuestión de centímetros. Crecer es, sobre todo, una cuestión de valentía. Todos seríamos más grandes si estuviéramos preparados para plantarle cara a nuestros temores. Imagínate un día sin tus miedos, ¿qué harías? ¿Te atreves a pensarlo? Seré sincera: a mí, me asusta.