Ya son seis las Diades consecutivas que el soberanismo ha convertido en una demostración de fuerza, capacidad de movilización y civismo. Seis Diades llenando las calles de Barcelona y de otras localidades con decenas de miles de personas en un ambiente festivo y sin asomo de violencia deberían dar que pensar a aquellos para los que el independentismo es un trastorno pasajero de parte de la sociedad catalana, sin causas, razones ni arraigo popular. No lo es, y eso explica su fuerza: al menos la mitad de Cataluña se manifestó o se sintió representada ayer con el símbolo de Más que se dibujó el centro de Barcelona. Nada será posible el 2-O sin tener en cuenta que esa mitad de Cataluña existe, y que sus legítimas aspiraciones políticas no pueden ser desoídas.

De la misma forma, no se puede excluir a la otra mitad de Cataluña, a la que ayer ni se manifestó ni se sintió representada, del devenir político catalán. Esa mitad de Cataluña a cuyos representantes en el Parlament la mayoría (en escaños, que no en votos) independentista aplicó el rodillo la semana pasada. Esa mitad que ya no se siente representada por las masivas manifestaciones del once de septiembre desde que mutaron del derecho a decidir a reclamar sin tapujos la independencia. Porque no hay que olvidar que la manifestación de ayer, pese a su impresionante participación, fue la de los del sí en un referéndum, el del 1-O, que vulnera la Constitución y el Estatut. Ayer no se manifestaron ni quienes votarían que no ni quienes quisieran una consulta pero no una basada en la desobediencia. La manifestación de la Diada de ayer fue de parte.

Eso explica parlamentos como el de Neus Lloveras, alcaldesa de Vilanova i la Geltrú y presidenta de la Associació de Municipis per la Independència (AMI), en el que instó a los alcaldes de ciudades como Barcelona, Lleida y Tarragona a implicarse «con la democracia». Lloveras fue la última en sumarse a la presión a los alcaldes -con intolerables llamamientos a presiones individuales incluidas-, después de manifestaciones similares de Carles Puigdemont y Jordi Turull. Al margen de que dividir entre buenos y malos alcaldes (y, por tanto, catalanes) es un camino muy peligroso, se equivoca Lloveras: el 1-O, como referéndum unilateral y fuera del ordenamiento jurídico, no es un asunto de democracia, sino de legalidad.