Las cacerolas atruenan de nuevo las calles de Caracas, acompañadas por una huelga general que amenaza con paralizar el país y agravar su degradación económica. Los partidarios de Chávez recuerdan sus dos elecciones democráticas (1998 y 2000) y su legitimidad social, mientras sus adversarios claman contra un presidente al que vilipendian. En medio, las fuerzas armadas mantienen un sorprendente mutismo.

Entre chavistas y antichavistas crece un auténtico odio de clases que refleja el abismo social y la fractura política que corroe Venezuela. Por eso deviene imprescindible la negociación emprendida por la Organización de Estados Americanos (OEA), única institución capaz de frenar las intervenciones unilaterales propulsadas por el petróleo. La oposición debe abandonar su actitud insurreccional y antidemocrática para que Chávez deje de vituperar "las intenciones golpistas de la oligarquía". Partidarios y detractores deben contarse en las urnas. Nada valen la indecencia de los que buscan un golpe de Estado encubierto, la presión de Washington y los hechos consumados desde el poder, que son una provocación permanente. Hay que impedir que la dictadura y el miedo reinen en el país.