Cuánto se habla de diálogo en estos días, de la necesidad de llegar a entendimientos que hagan más llevadera la vida política de este país. No me lo creo y disculpen si mi escepticismo es precipitado porque aún no ha habido tiempo para comprobarlo a ciencia cierta. O quizá sí. Juzguen ustedes mismos.

De lo que quiero hablarles hoy, haciendo autocrítica, es precisamente de eso, de la necesidad que tenemos de aprender a escuchar y saber escucharnos cuando estamos en silencio. Moralinas aparte, permítanme que les ponga en situación: el otro día, colgado al teléfono con un servicio de atención al cliente (¿?) de no sé qué compañía, me di cuenta de que mi capacidad para dialogar va a menos.

Posiblemente las prisas y, por qué no decirlo, la sensación de que a uno le toman el pelo, redujeron hasta tal punto mi paciencia para escuchar que quise que la conversación acabara cuanto antes. Nada grave pasó, solo ese cansancio propio de interlocutores que, insisto, tratan al cliente como si le estuvieran haciendo el favor de su vida. Gracias que luego el día a día te reconcilia con el buen trato que, como mi camarera de casi todas las mañanas, se ha aprendido mi nombre sin que yo, perdón, me sepa el suyo. ¿Y qué me dirían de mi amigo Diego, de la emisora de Onda Cero en Cáceres? Que cada día se asoma por la oficina a vacilarme un rato pero, sobre todo, a intercambiar unos minutos de conversación sobre lo que se nos ocurra…

Ayer por la mañana la lotera donde sello la Primitiva me dijo que este puente compartirá hoguera por la festividad de todos los santos con su familia. Llueva o haga lo que sea... Qué sería de nosotros sin el diálogo, Y de saber escuchar, ni les cuento. Aunque lo idóneo sería empezar a mejorar.