Mientras redacto estas líneas escucho las declaraciones de un alto mando de la UCO que detalla cómo fue la investigación que permitió detener a José Enrique Albuín, alias el Chicle, autor confeso del rapto, asesinato y quizá violación de Diana Quer.

Preferiría ponerme navideño, pero, aun apreciando el loable trabajo que realizan nuestros cuerpos de seguridad, he de alinearme en esta ocasión con los escépticos que creen que el asesino podría haberse ido de rositas si no fuera porque cometió el error de reincidir en un intento de rapto -esta vez sin éxito, por fortuna--. Sin la participación de las dos personas que socorrieron a esta mujer, hace tan solo unos días, es posible que siguiéramos sin saber qué ocurrió con Diana la fatídica noche del 22 de agosto de 2016. Como mucho tendríamos hipótesis, pero no certezas.

Ha llovido desde entonces -sequía mediante-, y en todo este tiempo hemos visto con dolor cómo los investigadores, a pesar de sus muchos medios y de su buena voluntad, naufragaban una y otra vez. Hemos sabido, a toro pasado, que el Chicle era el mayor sospechoso, lo cual no ha impedido que 500 días después del asesinato de Diana Quer siguiera con su vida, trapicheando, participando en carreras o incluso amenazando en Facebook no sabe muy bien a quién.

La Guardia Civil afirma que sabía desde octubre de 2016 que el Chicle era el asesino, algo que se entiende mal teniendo en cuenta que estuvo a punto de cometer otra fechoría, libre de marcajes. Para ser el principal sospechoso, el Chicle ha estado demasiado estirado.

Nos alegramos de que el asesino de Diana esté detenido, pero hubiéramos preferido que semejante depredador sexual hubiera caído muchísimo antes, y no tras un nuevo y fallido intento de secuestro. 500 días se antojan demasiados para un caso en el que han trabajado centenares de investigadores que han contado con las mejores tecnologías.