Diez mil menores son muchos, demasiados, por más que intentemos camuflar los datos bajo titulares que ya no escriben historias, sino crónicas de sucesos. La Europa de los niños perdidos, o la inocencia extraviada, leemos, y pasamos página como si nos hubieran contado un cuento, adormecidos ya por esa cadencia de cadáveres, de naufragios, de vidas rotas que nos quedan tan lejos. Pero diez mil es una cifra machacona, que no va a rendirse. Diez mil menores son muchos más niños de los que caben un campamento de verano, o en un cumpleaños, son casi un pueblo de niños que recorre una Europa alucinada, que no acaba de creerse lo que se le viene encima. Niños como los nuestros, niños que no duermen a salvo en sus camitas, ni arropados por sus madres, ni acompañados de la mano grande de un padre al que no volverán a ver. Algunos se sientan esperando noticias, otros, vagan aún desorientados, y los más han caído en las redes de las mafias y trabajan como correos de la droga o en la prostitución, o en esos oficios que nos resultan ajenos porque hace daño pensarlos. Niños como los nuestros, repetimos. Una y otra vez. Exactamente igual que los nuestros, con su camiseta de Messi o Ronaldo , con los sueños intactos de quien cree aún que los monstruos están dentro del armario y no esperando fuera. Y en el estómago va creciendo un nudo de ansiedad, porque no existe oasis que resista ni paraíso a salvo de la ola de miseria. Quiénes nos creemos, qué podemos hacer para lavar la culpa de diez mil menores perdidos mientras aquí lo único importante es qué murga ganará el festival, quién nos representará en Eurovisión, a quién han expulsado de Gran Hermano o qué nuevo caso de corrupción nos vendrá encima. Entre tanto, por las rendijas de nuestra conciencia casi adormecida, se cuelan imágenes de niños sin consuelo. Lloran como los nuestros, pero no han tenido su suerte. Son diez mil, quizá más, quizá menos. Pero uno solo sería ya suficiente.