Más allá de un palmarés equilibrado y sin demasiadas sorpresas al que pocas objeciones cabe plantear, la ceremonia de entrega de los premios Goya apuntó el domingo dos focos de controversia sobre los que vale la pena reflexionar. Uno fue la decisión de retransmitir la gala por televisión en diferido, con media hora de retraso. Además de extender innecesariamente la idea de que los responsables de TVE recelan de las retransmisiones en directo (el diferido multiplica las posibilidades de supresión de errores, pero también las de control de los contenidos), el retraso perjudicó al espectáculo televisivo. Los aficionados más interesados en los premios tenían múltiples posibilidades de ir conociendo los resultados con antelación, y en los espectadores acabó pesando la sensación de estar viendo algo que ya había pasado antes. Una lástima, por cuanto la gala ideada por El Terrat y conducida por José Corbacho fue la más ágil y chispeante de los últimos años. El otro punto controvertido fue la ausencia de Pedro Almodóvar, especialmente llamativa al ser a la postre el cineasta manchego el triunfador de la noche. El director justificó su decisión alegando cansancio tras un año frenético. Débil excusa. No menos frenético ha sido el año de Penélope Cruz y ahí estaba, tras renunciar a participar en la gala de los premios del sindicato de actores estadounidenses, en los que también era candidata. Los Goya fueron concebidos en su día como un gran espot publicitario del cine español, y resulta difícil entender que el principal protagonista de ese espot prefiera quedarse en casa. Flaco favor ha hecho Almodóvar a sus compañeros de profesión.