Dramaturgo

Cuando llega septiembre, me acuerdo de los vivos. Cuando se acerca el momento de recordar a los difuntos, me vienen a la cabeza quienes aún viven porque vivir, como alguien dijo, es morirse poco a poco. Sabia celebración de Todos los Santos que agrupa a cada uno de nosotros la víspera de los Difuntos para que sepamos todos en qué lugar está la llegada.

Deambulamos por la vida con gestos automáticos la mayor parte de las veces, con el alma al borde del colapso, sin mucho entusiasmo y sin plantearnos el sentido del segundo inmediato, de la hora posterior o del año que viene. Sé que no existe el futuro porque todo es presente, como dice Chabrol en su última película, y me aterra pensar que ese futuro no distingue entre vivos y muertos, que está impresa en nuestros genes la condición de ser nada en cuanto pasa un poco de tiempo.

A veces nos lamentamos del deterioro físico, de las erosiones que ese tiempo hace en nuestros cuerpos. Hay demasiada preocupación por detener el derrumbe de las carnes y cada vez empleamos menos tiempo en apuntalarnos por dentro. Habría que instalar gimnasios para el alma que periódicamente nos pusieran en forma, que nos restablecieran del agotamiento amoroso, de la fatiga existencial, que eliminaran las grasas adosadas por la monotonía, que nos enseñaran a respirar la felicidad y a dosificar esfuerzos. Habría que planificar nuestra vida y nuestra muerte en aras a la dignidad porque genéticamente hablando, ésa, la dignidad, es la única herencia perdurable que podremos dejar a quienes nos sobrevivan y debemos tener en cuenta que sólo se muere una vez, como quiso decir James Bond mucho antes que Chabrol.