Reaparece la polémica acerca de cómo denominar a las personas que tienen algún tipo de anomalía física o psíquica. ¿Minusválidos? ¿Discapacitados? ¿Individuos con diversidad funcional?... No es una preocupación menor. Las palabras denotan y connotan significados no siempre apropiados. Y nombrar con exactitud las cosas es lo primero para tratarlas como se merecen.

Hay en torno a este asunto dos posiciones contrapuestas. Según una de ellas hablar de «minusválidos» o «discapacitados» es incorrecto, y no solo «políticamente». En realidad -se afirma- no existen personas menos válidas o capacitadas que otras, sino personas que no se ajustan a un estándar impuesto de lo que es una «persona capaz» (y en relación a tareas que se consideran arbitrariamente más importantes que otras). Así, las personas «discapacitadas» no tendrían supuestamente menos o peores capacidades, sino solo «capacidades distintas». Por eso, el nombre correcto sería el de «personas con diversidad funcional» o con «capacidades especiales». El caso de los sordos que consideran su sordera no como discapacidad, sino como una característica diferencial que da acceso a un universo perceptivo y cultural propio (tan valioso que para algunos es impensable tener niños que no sean también sordos) es un ejemplo paradigmático de lo que digo.

La otra posición -más tradicional- mantiene que las personas con anomalías físicas o psíquicas están realmente «discapacitadas», esto es: que carecen o han perdido parte de las capacidades (físicas, psíquicas, sociales) que poseen la mayoría de sus congéneres y que hacen posible, o mucho más fácil, el desarrollo de las funciones orgánicas, cognitivas y sociales que caracterizan en menor o mayor medida a los seres humanos (desde reconocer estímulos o sortear obstáculos hasta realizar razonamientos complejos o relacionarse eficazmente con los demás).

En mi opinión, y aunque ambas posiciones tienen algo de verdad, esta segunda resulta más razonable. Es cierto que ser -por ejemplo- ciego o tener el síndrome de Asperger te hace concebir o experimentar el mundo de manera distinta, pero de que algo sea «distinto» no se deduce que sea igual de «bueno» que otras cosas. Las diferencias no evitan comparaciones y juicios de valor (al contrario: los hacen posibles y hasta exigibles). Según mi criterio, ser ciego o autista no solo marca una diferencia, sino también una situación objetiva de inferioridad. En igualdad de condiciones, es mejor disponer de cinco sentidos que de cuatro, o poder relacionarte intensamente con tu entorno que no hacerlo (el relativismo también tiene sus -muy severas- limitaciones). Del mismo modo, es mejor para el desarrollo de un ser humano -que es un ser eminentemente social y racional- disponer -por ejemplo- de inteligencia o capacidad verbal que de inteligencia espacial, cinética o cualquier otra -aunque, obviamente, lo mejor sea tenerlas todas plenamente desarrolladas- (y si quieren discutir esto recuerden que también es inteligencia verbal lo que necesitamos).

Por supuesto, nadie niega que una persona con discapacidad pueda desarrollar habilidades para las que está, a priori, muy limitada, pero -seamos claros- le va a costar mucho más que a los demás (las campañas de publicidad institucional en que se muestra a discapacitados realizando proezas deportivas o artísticas parecen sugerir que, además de con su disfuncionalidad, el discapacitado tuviera que cargar también con la obligación de ser una especie de «superhéroe» capaz de «todo lo que se proponga»). Tampoco es cierto que la discapacidad suponga el desarrollo (para compensar) de otras habilidades «especiales» que no puedan desarrollar -si quieren- otras personas. Nos guste o no, la discapacidad existe y tiene muy poco de bueno.

Las personas discapacitadas merecen, en fin, todo nuestro respeto. Y una manera de mostrárselo está en no negar (o edulcorar) su realidad, reconociéndoles así la fuerza y el ánimo indecibles con que han de afrontar cada día dificultades y trabas que resulta abrumador imaginar para una persona sin esas limitaciones. ¿Les parece poco heroísmo ya ese?