Si leyeran este artículo los llamados en España nacionalistas periféricos -muchos de los cuales no se sienten españoles-, argumentarían enseguida que el peor discurso nacionalista que existe en la Península Ibérica es el del nacionalismo español. Con eso estarían dando carta de naturaleza a una posición iniciada con la Renaiçenca a finales del siglo XIX y fortalecida extraordinariamente tras la muerte de Franco y el comienzo de la Transición.

No obstante, el único discurso nacionalista que se ejerce hoy en España es el de esos nacionalismos periféricos que han forjado su personalidad y su razón de ser en la oposición a todo lo que suene a España, aunque ello no impida que participen en las instituciones españolas y que, con dictaduras, monarquías, repúblicas y cualquier forma de gobierno, siempre tengan un motivo de queja y, por tanto, de reclamación de privilegios para colmatar esa supuesta discriminación siempre vigente entre el Estado español (sic) y sus países respectivos. Nótese que el nacionalismo cuaja más cuanto más rica sea la región o comunidad y empieza a resultar peligroso cómo regiones españolas sin tradición nacionalista adoptan por imitación los mismos mecanismos para la reclamación de derechos.

Mientras, el nacionalismo español es siempre vergonzante, porque ejercerlo hace que enseguida te identifiquen con Franco y su parafernalia hueca del Imperio. Aunque los nacionalistas no se recataron nunca en colaborar con el Franquismo (no hay ninguna ciudad española donde las tropas franquistas fueran recibidas con tanto entusiasmo por las multitudes como en Barcelona) y aunque el régimen les favoreciera con fábricas e inversiones que ya hubieran querido para ellos el resto de los españoles forzados a emigrar allí para encontrar trabajo, los nacionalistas han sabido siempre nadar y guardar la ropa y situarse ante cualquier cambio de circunstancias en la posición más favorable para ellos.

Lo sorprendente es que, decir esto hoy en España no es políticamente correcto. Es más, si alguien se atreve a hacerlo enseguida es calificado de facha o retrógrado. La izquierda política en España ha caído en las redes de esta forma de ejercer la presión por parte de los nacionalistas periféricos, cuando no se ha convertido en más papista que el Papa, es decir en más nacionalista que los propios nacionalistas como sucede en Cataluña.

Decía Pascual Maragall cuando se empezaba a discutir el Estatuto de Cataluña ahora vigente que lo único que debía quedar claro es que de café para todos nada de nada. Había que diferenciar e institucionalizar esa diferencia y eso es, en definitiva, lo que ha sucedido.

Pero, como la posición de los nacionalistas periféricos ante los conflictos con el resto de España es ya una forma de ser y una estrategia esencial para su proyecto político, no ha faltado tiempo para que, una vez logradas las nuevas conquistas, ya estén pensando en el siguiente objetivo. Lo dijo el dirigente de ERC al acabar la negociación (después de los 3.800 millones, el Concierto y la independencia), pero lo acaba de decir también Jordi Pujol al que le parece una estafa lo conseguido por el tripartito, sobre todo porque no colma ni satisface a Cataluña y especialmente porque continua el agravio.

Alguna vez debería el sistema político español poner fin a esta dinámica, porque es inevitable que ante los avances de los nacionalistas, el resto de las comunidades intentará conseguir los mismos logros sin pensar que eso nos llevaría a la inviabilidad del propio sistema autonómico. No sé si ser nacionalista español es rancio y cutre, pero me parece que hoy es la posición más sensata y que es hora de ir reivindicando un sentimiento abierto y universal que refleje una cultura y una tradición con sus luces y sus sombras pero que, al fin y al cabo, es la nuestra.

Y si eso es ser facha mientras ser nacionalista catalán, vasco o gallego es ser moderno, es que algo grave está pasando en nuestro sistema político.

El autor es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura