Anoten el último palabrejo: dismorfofobia, que alude a la preocupación excesiva por un defecto físico (real o imaginario). Las personas que lo sufren suelen tener depresión o ansiedad y presentan trastornos de personalidad porque creen que están muy gordas (o muy delgadas), tienen la nariz grande (o pequeña), el pelo demasiado liso (o demasiado rizado), etcétera.

No conocía el nombre, pero sí la patología. Y bien mirado, si hay un grupo al que podríamos aplicar el adjetivo de dismorfóbico, es el de los políticos, que nunca parecen estar a gusto consigo mismos cuando se miran en el espejo de sus ideas, y de ahí el travestismo al que nos tienen acostumbrados. La dismorfofobia explicaría sus habituales liftings: algunos se levantan socio-demócratas y se acuestan comunistas, o viceversa; los moderados independentistas de hace unos años matarían hoy a su madre si no apoyara la causa; la derecha recalcitrante de antaño se ha convertido en un osito de peluche; los socialistas un día se podemizan y al día siguiente se convierten en los guardianes de la Constitución. (Y de los votantes podría decirse lo mismo: ahí está como ejemplo la sibarita y burguesa Cataluña, abrazada a los chicos malos de la CUP).

No sé en qué centros de estética se hacen nuestros políticos sus cirugías intelectuales, ni cuál es el problema psicológico que subyace en ellos, pero los analistas políticos serios deben de estar mareados. Lo que un político dice un lunes no tiene vigencia el martes. Y aún hay ilusos que piden que cumplan sus promesas electorales. Barrunto que pocos políticos han leído el programa electoral de su partido.

Sufrimos políticos dismorfóbicos que en vez de solucionar los problemas reales de la ciudadanía se afanan en mirarse el feo ombligo y renegar de sí mismos. «Cambiar de fisonomía ideológica o morir» es su lema. Y mientras ellos tienen asegurado el sueldo, así nos va a los demás.