WEw l abismo de la guerra civil se ha abierto ante la comunidad palestina desde que empezaron en la franja de Gaza los enfrentamientos a tiro limpio entre militantes de Hamás y de Al Fatá, partidarios respectivos del primer ministro Ismail Haniya y del presidente Mahmud Abbas. La decisión de este de convocar elecciones presidenciales y legislativas anticipadas, solo 11 meses después de que Hamás obtuviera una victoria histórica en las urnas, ha exacerbado la rivalidad entre los dos grandes partidos palestinos. Y, en igual medida, ha desvanecido para mucho tiempo la hipótesis de un Gobierno de coalición de los islamistas con los herederos de Arafat para lograr la creación de un Estado palestino viable, el reconocimiento de Israel sin reservas y la reanudación de la ayuda económica internacional. Aun así, pocos ponen en duda que el conflicto intrapalestino no debe observarse como un simple choque entre facciones. La manipulación del mismo por parte de Israel y de la mayoría de estados árabes y musulmanes es innegable. Pero es impensable imaginar que el problema puede solucionarse desde fuera, como demuestran los planes de paz que duermen el sueño de los justos. Si a ello se une la falta de compromiso de la Casa Blanca para lograr que se templen los ánimos en las relaciones palestino-israelís, se dispone del cuadro completo de una crisis que, como nunca antes había sucedido, amenaza con dividir a una sociedad que vive en la más dramática precariedad. Porque el clima de guerra civil no pasa de ser la señal más visible de un riesgo mayor: la transformación de la franja de Gaza en tierra de Hamás y de Cisjordania en territorio de Al Fatá.