TEtspaña es el país de la Unión Europea (la de los Quince, ya que no ha habido tiempo de homologar las estadísticas de los recién incorporados) con la tasa de divorcios más alta, según datos del Instituto de Política Familiar (IPF): 141.817 divorcios en 2006, que significan una tasa por mil habitantes de 3,16, o un divorcio cada 3,7 minutos. Es un dato.

La institución social más valorada por los españoles, según todas las encuestas disponibles, es la familia, a distancia considerable de la siguiente. Es otro dato.

¿Cómo se come esto?

El IPF atribuye el disparo de los divorcios en España (un aumento del 51 por cien en 2006 respecto del año anterior) a la ley del llamado divorcio exprés , de 2005, que ha convertido la institución del matrimonio civil en el contrato menos protegido de toda nuestra legislación. Pero, obviamente, alguna responsabilidad tendrán los mismos que se divorcian, porque nadie acude a divorciarse conducido por la Guardia Civil, como tampoco nadie llegó esposado a firmar el acta matrimonial.

Además de la evidente influencia de la pésima ley, pues, parece claro que estamos ante un serio problema cultural. Mucha gente se ha creído la falsedad moderna de que entre fidelidad y felicidad no hay una relación muy estrecha, y que vivir con arreglo a los puros impulsos sentimentales conduce a alguna parte distinta de una frustración permanente y la garantía casi total de la soledad final.

Muchos se han creído ese extraño dogma de la corrección política según el cual hay divorcios felices y tranquilos, cuando la experiencia indica de forma contundente justo lo contrario. Lo que pasa es que muchos españoles maduros de hoy recuerdan su infancia, y por eso ponen a la familia en el primer lugar de sus preferencias.

Un sociólogo amigo mío suele decir que se habla mucho del matrimonio indisoluble, pero lo que es indisoluble, afirma, es el divorcio, que te perseguirá mientras vivas. Como dijo el clásico, quien lo probó, lo sabe.