Acaba de morir García Márquez , y no dejan de escribirse páginas de alabanza y obituarios de esos en que no importa tanto el autor fallecido como su influencia en el escritor que sigue vivo. Cien años de soledad (el primer libro que releí con la misma fruición con que lo empecé por vez primera) ha sido diseccionado hasta la saciedad, y los coroneles que no tienen quien les escriba, amores en tiempos del cólera, crónicas de muertes anunciadas y relatos de náufragos han dejado las estanterías para volver a la transparente actualidad que solo proporciona la muerte. De sus cuentos se ha hablado menos, aunque si yo tuviera que elegir una obra, aparte de las citadas, me quedaría con Doce cuentos peregrinos , ese prodigio. Escritos a lo largo de muchos años, cuentan historias de hispanoamericanos en la vieja Europa. El libro seduce desde el prólogo, una lección de literatura donde explica cómo se fueron gestando las historias (para que los niños que quieren ser escritores sepan qué insaciable y abrasivo es el vicio de escribir) y su teoría sobre el cuento. Un cuento fragua o no fragua, dice. Y los suyos deslumbran contando la suerte de esos niños en Madrid, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz, o la segunda vida del presidente desahuciado o las de nombres tan hermosos como María dos Prazeres, Fulvia Flamínea o Nena Daconte . Dice García Márquez en el prólogo que morir es no estar nunca más con los amigos. Lo otro, la inmortalidad y los discursos, pertenecen al mundo de lo real imaginado.