Hace un siglo, el 8 de marzo de 1910, un decreto desbloqueaba en España la entrada de las mujeres en la Universidad. Habían pasado casi 40 años desde que en 1872 una joven catalana, María Elena Maseras, decidiera llamar a las puertas de la Universidad de Barcelona. Su decisión provocó un terremoto: no es que estuviera prohibido que las mujeres accedieran a los estudios superiores, es que nadie en España, hasta entonces, se había planteado tal posibilidad. Durante esos cuatro decenios, sucesivas normas intentaron frenar las ambiciones de las mujeres que deseaban estudiar en igualdad de condiciones que los varones. Se organizaron congresos en los que se discutió si la mujer tenía derecho a recibir educación, y las conclusiones menos desoladoras fueron las que aceptaban tal posibilidad, pero no como derecho propio, sino como una especie de concesión vicaria.

Un puñado de mujeres decidió seguir los pasos de María Elena Maseras y no resignarse ante los obstáculos legales. Su actitud y su perseverancia convirtieron en papel mojado las teorías que pretendían buscar en la matriz o en el cerebro de las mujeres justificaciones a la discriminación. Y su ejemplo ejerció la suficiente presión como para dinamitar, aquel memorable 8 de marzo de 1910, los diques administrativos que pretendían relegarlas.

El de la educación fue el primer derecho conquistado en la larga lucha por la igualdad entre hombres y mujeres: 20 años antes de lograr el voto en la II República, 50 antes de que otro puñado de pioneras comenzasen a reclamar la libertad sexual en plena involución franquista, 70 antes de que nuestra constitución consagrase la igualdad plena sin más excepción que la excepción monárquica. Por eso en este 8 de marzo es de justicia reivindicar la memoria de las mujeres pioneras.