TJtamás pensó el agnóstico Alonso Iglesias que en su casa se armaría tal trifulca que acabaría con todos los contendientes entre rejas.

Recordaba el altercado dentro de una celda del cuartelillo de la Guardia Civil del barrio donde vivía y aún no se explicaba por qué sus amigos, al intentar justificar cada uno su fe religiosa, se habían dejado llevar por la pasión hasta el extremo de agredirse unos a otros.

Hacía bastante tiempo que Alonso había decidido rechazar cualquier doctrina religiosa como dogma de existencia. Consideraba que la vida era un paseo circunstancial por el mundo y preguntarse quién, amablemente, nos había invitado a pasear era un interrogante que nadie en vida podía contestar. No obstante, aunque él no creyera, respetaba todas las propuestas de asimilación de divinidades y sus invitaciones al dogma de fe, pero reconocía como único mandamiento una simple frase: Vive y deja vivir .

Para él todas las religiones practicaban un proselitismo persecutorio que rompía o había roto alguna vez esa norma. Consideraba que a una religión, cuando se le da un poco de poder, es capaz de poner el mundo patas arriba.

Nada tuvo que ver Alonso en la trifulca y sin embargo se veía en el calabozo, sentado en un modesto catre mientras observaba cómo sus tres amigos se pedían perdón unos a otros. Hasta entonces los había recibido de uno en uno en el pequeño piso donde vivía.

Se quedaban unos días, resolvían sus asuntos en Madrid y se marchaban. Nunca habían coincidido los tres hasta ese momento. Y si alguien le hubiese dicho a Alonso que iba a pasar lo que pasó, jamás hubiese permitido que se juntaran los tres en su casa. Se sentaron a cenar y en poco tiempo comenzaron a cuestionarse sus credos y a esgrimir cada uno su representación de la verdad. Uno en nombre de La Congregación de los Ultimos Apóstoles Resucitados; otro de La Iglesia de los Enviados del Amor entre los Hombres; y el otro como creyente de la Nueva Fe Duradera.

En principio cada uno lanzaba su discurso moderadamente, intentando exponer de forma pacífica a los adversarios la razón de existencia de su doctrina, pero poco a poco la cosa se fue caldeando y empezaron a volar, primero los libros de los que se servían para corroborar sus propuestas; luego platos y otros enseres de mesa; y por último la silla que acabó atravesando el cristal de la gran ventana del salón del sexto piso de Alonso y fue a caer encima de un hombre que paseaba con su perro tranquilamente por la calle. La cuestión es que el hombre había ingresado en el hospital con heridas de consideración, y Alonso y sus amigos habían sido acogidos por una noche en un calabozo del cuartelillo de la Guardia Civil. "Le juro señoría, que yo no he tenido nada que ver en esto", pensaba declarar Alonso al juez.

*Pintor