WSw e cumplen estos días dos años de la entrada en vigor de la Ley de Dependencia, que fue calificada como "el cuarto pilar del Estado de Bienestar", una norma que abría la esperanza de mejorar su situación a casi un millón de personas que sufren alguna merma en su capacidad, bien por padecer minusvalías físicas o psíquicas o por el deterioro como consecuencia de la edad. La Ley de Dependencia no solo contempla ayudas directas a sus beneficiarios, sino también la aportación para pagar salarios de personas que se dediquen a cuidar a dependientes. Quizá como ninguna otra ley en España, suscitó unas esperanzas que, dos años después, en buena medida se han enfriado. Es cierto que la Ley de Dependencia ha tenido el infortunio de echar a andar en la peor de las coyunturas posibles: cuando el país está azotado por una crisis económica de dimensiones desconocidas. En estas circunstancias, hubiera sido un milagro que se hubiera cumplido el calendario de implantación y de prestación de ayudas pregonado por los mentores de la norma, pero la realidad dista de las expectativas, aun descontadas las generadas por la propaganda oficial: que en Extremadura la mitad de los beneficiarios de las ayudas todavía no estén percibiéndolas no se compadece con el panorama al que se aspiraba, máxime cuando de los datos se desprende que este año se ha ido ralentizando el ritmo de personas que se han incorporado al colectivo que percibe las prestaciones. La Ley de la Dependencia fue ´vendida´ como el maná para los dependientes: es lo que convenía entonces al Gobierno. Parte de la frustración con que se expresan quienes, mes tras mes esperan las ayudas después de reconocérsele el derecho a tenerlas, viene de aquel énfasis. Entonces se exageró y ahora llega la amarga resaca.