Profesor

Es más que probable que los lectores de EL PERIODICO estén cansados de leer en sus páginas, día sí, día no, alguna opinión sobre temas educativos, y, en particular, sobre la dichosa cuestión de los exámenes extraordinarios en secundaria. Sin embargo, tratándose de un asunto aún no cerrado, acaso nos disculpen si volvemos a él.

Sería deseable, pues en caso contrario sobra toda discusión, que quienes participan en el debate lo hicieran de buena fe, intentando aportar argumentos que conduzcan a la mejor solución del problema. Que intentaran convencer más que vencer, que a menudo es lo más fácil. Que prescindieran de expresiones como este proyecto lo vamos a sacar adelante o de propuestas descabelladas, si no malintencionadas, como las que algunos están formulando, intentando provocar la división entre los docentes. Créanme cuando afirmo que en este tema los profesores nos guiamos por razones exclusivamente técnicas y pensando en lo mejor para nuestros alumnos. No nos consideramos partícipes en ninguna disputa política.

A mi juicio, descartados clichés fruto de la lectura apresurada de un par de tratados pedagógicos (escritos, quizás, por alguien que no haya pisado una tarima en su vida), hay dos visiones sobre cómo encarar el proceso de enseñanza-aprendizaje. O en qué fundamentarlo. Una es la que considera el esfuerzo personal del discente como la parte más importante en ese proceso, del que el maestro es guía, tutor, pieza imprescindible, pero en el que el protagonismo lo tiene el alumno. Desde esa perspectiva, toda mejora material en el sistema educativo será bienvenida, pero, finalmente, habrá de ser el estudiante quien ponga lo más importante: el deseo de aprender. La tecnología ayudará, pero no se podrá enseñar a quien no quiera aprender. E inculcar esa actitud a los jóvenes será tarea de sus profesores, cierto, pero mucho más de sus padres, de su familia, de la sociedad en pleno.

Quien comparta este punto de vista aceptará que a algunos alumnos responsables, trabajadores, la acumulación de tareas en un curso apretado les hace llegar al mes de junio faltos de aliento. Son chicos que en el proceso normal de evaluación continua no alcanzan los conocimientos requeridos, pero a quienes, por poca ayuda que recibieran en verano, quizá sólo con las instrucciones que les dieran sus propios profesores a final de curso, un par de meses de trabajo personal les haría mejorar notablemente su condición académica.

El otro punto de vista se basa en que lo importante no son los conocimientos medidos objetivamente, sino algo más impreciso como las actitudes, los procedimientos... Se trata sin duda de aspectos significativos en la educación de los jóvenes, pero que éstos debieran poder plasmar en algo concreto. Está muy bien ser cívico y tener espíritu crítico, pero si un médico no conoce el tratamiento de mi enfermedad o un artesano su oficio, flaco será el servicio que presten a sus conciudadanos.

Quienes partan de esta segunda visión del asunto, tan bienintencionada como ingenua, darán escasa importancia a los exámenes, a las pruebas objetivas. Para ellos dará igual que éstas sean en junio, en septiembre o, sencillamente, nunca.

Y en estos términos, me permito decir con toda modestia, debiera haberse planteado el debate. Lo demás, especialmente participar en la discusión como si de una pugna partidista se tratara, incluso formulando propuestas capciosas, sólo logra enconar el conflicto produciendo un daño irreparable en el ya de por sí complicado mundo educativo.