El incendio que asuela Las Hurdes, que ha quemado centenares de hectáreas de monte y obligado a abandonar sus casas a centenares de vecinos de las alquerías próximas a Nuñomoral, es una tragedia ecológica y económica de consecuencias difíciles de cuantificar en estos momentos. Al tiempo de expresar la tribulación, hay que felicitarse porque ninguna persona ha sufrido daños y porque no se han escatimado medios humanos y técnicos para sofocar este incendio. Afortunadamente también, los responsables del Gobierno y de la oposición no se han enzarzado, como en Cataluña con el fuego que asoló la comarca de Horta de Sant Joan (Tarragona) y que acabó con la vida de cinco bomberos; aquí, el presidente del PP, José Antonio Monago, en una actitud que le honra, ha mostrado, desde el mismo lugar del siniestro, su colaboración con la Junta y ha felicitado a los profesionales que están peleando contra las llamas. El problema es que no es suficiente con que todo el mundo civilizado se conduzca como siempre, civilizadamente, cuando basta una persona que no comparte el mínimo común sustrato de civismo para prenderle fuego al monte, echar por tierra el trabajo de años y matar el paisaje. Esto es lo que, según todos los indicios, ha ocurrido en este caso: que alguien ha provocado el fuego. La sociedad está indefensa ante los pirómanos, pues pocas veces se encuentra a los culpables del daño. El Código Penal, por tanto, no basta para terminar con la especie de los que prenden fuego a la riqueza de un pueblo. Los fuegos se apagan en invierno y a los pirómanos se les vence mucho antes de que enciendan la cerilla: creando un clima social de absoluto rechazo.