Escritor

Conocí a Dulce Chacón en Plasencia, a principio de los 90, con motivo de unas jornadas organizadas por la Consejería de Cultura de la Junta donde se rendía homenaje a la memoria del escritor José Antonio Gabriel y Galán, que acababa de morir. Quién me iba a decir, quién nos iba a decir, que también ella partiría de esa forma precipitada, tan absurda y a destiempo como todas.

Su participación en las mismas consistió en leer ante el auditorio unos cuantos poemas del novelista placentino. No pasó desapercibida su presencia, aunque por aquel entonces ella fuera una autora prácticamente desconocida, con un solo libro publicado, el poemario Querrán ponerle nombre . Su sonrisa y su voz fueron presentación bastante. Después han sido muchas las veces que hemos coincidido. En Mérida, en Almendralejo, en Madrid, en Plasencia de nuevo. Muchas las que hemos cruzado las veloces palabras de los correos electrónicos y las no menos veloces de las conversaciones telefónicas. Siempre fue una persona asequible y dispuesta (lo que algunos exquisitos criticaron), sobre todo si la lectura, el jurado o la conferencia tenían lugar en Extremadura. Si, porque Dulce Chacón era, antes que nada, extremeña. Su acento, muchos años después de dejar su Zafra natal, lo delataba. Solía precisar que se acentuaba cuando volvía a su tierra pero uno la escuchó una vez en Carretas, a un paso de Sol, y su deje era el mismo. Pero no sólo por eso era extremeña. Su vínculo más fuerte con Extremadura venía, a mi modo de ver, de la relación ininterrumpida, a pesar de la muerte, con su padre, el poeta menor Antonio Chacón. De ahí le vino a Dulce su afición por la poesía, el género por excelencia, el que ella más amaba y por el que siempre quiso ser reconocida, a pesar de que el azar se empeñara en que ese reconocimiento le viniera, como suele ocurrir, de la mano de la novela. La primera, Algún amor que no mate , trataba de un asunto central de este tiempo, el de los malos tratos, el de la violencia de género o doméstica, algo natural si tenemos en cuenta que otro de sus compromisos estaba del lado de las mujeres, a favor de su inevitable condición femenina. Ese compromiso por la literatura y por las mujeres le llevó a consumar una novela por muchas cosas extraordinaria, La voz dormida . No porque gracias a ella consiguiera la fama literaria y llegara a miles de lectores, que también, sino por la deuda moral que saldó al escribirla, rescatando de la memoria histórica las penalidades de las presas políticas en las cárceles de Franco. Fue mucho el afecto que esa novela desató. Y muchas las satisfacciones que le llegó a dar; a ella, que fue hija de un alcalde franquista de su ciudad natal.

Tras el denominado efecto Landero, por el éxito obtenido por su paisano, el novelista de Alburquerque, con Juegos de la edad tardía , y poco después de otro efecto, el de Cercas, otro coterráneo, gracias a Soldados de Salamina , Dulce Chacón representa, por culpa del efecto de La voz dormida , la definitiva redención del adjetivo "extremeño", que puesto al lado del sustantivo "escritor", dejaba de ser, por fin, motivo de insulto o de chufla. No son los únicos que colocan a la literatura escrita por extremeños en el mapa literario de España, pero a ellos se debe que ésta sea aún más conocida.

No tengo la menor duda de que la muerte prematura, injusta y dolorosa de Dulce Chacón no la desplazará en el futuro del sitio de honor que sus libros le han permitido alcanzar en la siempre inestable y caprichosa historia literaria. Y mi convencimiento procede no de la simpatía y del cariño (que uno, a qué negarlo, le tenía) sino porque creo que lo que escribió fue fruto de la exigencia y de la necesidad y de estas dos altas verdades suelen surgir siempre obras genuinas y estables. Me duele, como a cualquier escritor, que no haya podido redondear su obra; que no haya podido escribir los libros que, a buen seguro, tenía en la cabeza y que, con seguridad también, le habrían seguido proporcionando alegrías, en especial, la más íntima, las únicas que al cabo importan. Por ejemplo, las que uno siente por el trabajo bien hecho y por cumplir los sueños de su infancia. El de escritora, Dulce, lo cumplió. Sobradamente. Ahora quisiera imaginarla en cualquier cielo (ella que tanto sabía de vuelos, de alturas, de cielos y de ángeles), dondequiera que eso quede, al lado de su padre, sonriente, escribiendo nuevos versos con los que despertar, una vez más, voces dormidas.