Hay meses que vienen completitos, llenos de temas, empaquetados para uso y disfrute de columnistas y lectores. Es difícil ponerse a salvo de las salpicaduras de la estulticia, más contagiosa que cualquier enfermedad, incluida el ébola. En lugar de poner en un pedestal al personal sanitario, aquí se le acribilla, y a sus hijos y a sus vecinos, y se clama por una cuarentena que debería ser obligatoria no para los sufridos sanitarios sino para los energúmenos detractores. Una temporada de lectura obligatoria es mano de santo para cabezas huecas. Si el nacionalismo se cura viajando, la burricie se alivia leyendo. O abriendo los ojos, que viene a ser lo mismo, según qué casos. Si leyéremos más, sabríamos más y no nadaríamos en la incoherencia. O pensaríamos antes de hablar, y no nos ocurriría como a Oriol o a los directivos que proponen pagar la congelación de óvulos a sus empleadas. Lo que no dicen es hasta cuándo, como si la maternidad fuera una enfermedad que debe prevenirse o mejor aún, solo contraerse cuando ya no eres útil a la empresa, a los sesenta quizá o más adelante. No es que estemos andando hacia atrás, sino corriendo maratones camino del pleistoceno, cuando los óvulos se congelaban al mismo ritmo que los cerebros. Vivimos una nueva edad del hielo, y los dinosaurios con tarjeta no se extinguen porque no les da la gana dar paso a las nuevas especies. Hace falta un diluvio, un meteorito, o una epidemia de sentido común que nos contagie a todos. Menos mal que la RAE, tan rápida, ha incluido una nueva acepción de lorza. Ahora podremos lucirlas con los mismos complejos solo que ilustrados. Algo es algo.