Seguro que están al tanto: Facebook está ahora mismo en el punto de mira. Esta semana se ha desvelado que una compañía dedicada a reputación digital en campañas políticas y empresariales, Cambridge Analyitica, habría obtenido (léase «comprado») el uso fraudulento de datos provenientes de más de 50 millones de cuentas personales de Facebook, mientras trabajaba para la (exitosa) campaña electoral de Donald Trump.

Una sola revelación y se ha desatado la tormenta, trufada de truenos de indignación y rayos de furiosos gritos que reclaman más protección, más regulación (más intervención). Nos corroe una rabia contenida, somos (de nuevo) víctimas del sistema, peones en una partida manipulada de antemano. Cercenan nuestras libertades democráticas incluso desde nuestro espacio privado (¿?) virtual. Los mandarines de la agitación ya hacen cuentas y descuentas cabezas y responsabilidades.

Resulta que Facebook maneja datos personales de los usuarios (algo que avisa ya desde sus términos de uso) y concede la libertad al usuario para, de forma gratuita (no caben aquí todas las comillas irónicas que pretendo), subir o postear cualquier contenido que le resulte de interés. Familiar, deportes, cultura, viajes, y, faltaba más, política. Resulta, en paralelo, que una empresa dedicada a una labor cuasi lobbista busca «comprar» acceso a votantes, conociendo de primera mano sus intereses y filiaciones, para tratar de influir y condicionar el sentido del voto. ¿Cabe más hipocresía en el asombro que parece leerse en todo el mundo? Si no es así, si la estupefacción no es fingida, entonces enhorabuena: hemos entrado en una nueva edad de la inocencia.

Los millones de usuarios son conscientes de que sus datos personales van a ser usados, entre otras cosas por un potente indicativo: la perpetua gratuidad del servicio. Tampoco constituye una preocupación generalizada por sí misma, ya que sin la capacidad de interrelación y lectura de estos datos su valor es muy limitado. De hecho, si se diera una consulta masiva, no demasiados optarían por dejar la red social (el movimiento desatado estos días #deleteFacebook -“borratuFacebook”- no ha obtenido el apoyo que pretendía). Y no todos lo harían por las razones de vulnerabilidad que se debaten ahora. Los verdaderos clientes de la red, las empresas, a su vez pagan gustosas el precio de entrada a una potente herramienta que sirve para vender, hacer un marketing «enfocado» a aquellos con gustos ya conocidos, e incluso cabe el uso como estudio de mercado.

Los propios inversores saben que este caso entra dentro del riesgo reputacional, que no operacional, de Facebook. No hay una alternativa con tanta capacidad en el mercado, y por eso, la «debacle» bursátil de los últimos días tras el escándalo ya se va deshaciendo y el valor recupera confianza y sube su cotización mientras escribo estas líneas (https://markets.ft.com/data/equities/tearsheet/summary?s=FB%3ANSQ).

Zuckerberg también lo sabe, y está muy lejos de engañarse respecto a lo que es y para lo que funciona --a día de hoy-- su red. El problema no reside ahí.

El problema es que la pretendida «libertad absoluta» de las redes no es tal. No son meros «contenedores» de lo que publican sus usuarios, como no pueden ser meros espectadores imparciales de lo que ocurre en su red. La teoría de la «mano invisible», de una red que se autoregula no existe. Sin la intervención de las propias compañías y del legislador estamos abocados a esto: «fake» news, usurpación de cuentas, manipulación política, incluso ataques de «soberanía».

Estamos ante un mecanismo que, sesgadamente usado, puede «dirigir», condicionar, alterar. Lo que subyace en todo esto es el miedo a una evidencia que se ha ocultado a la luz de todos: la voluntad popular puede ser intervenida y dirigida. Y la capacidad de influencia ya no reside en estados y partidos, feligreses asiduos y otroras exclusivos de estas prácticas.

El legislador reconoce de nuevo su incapacidad para leer las señales y problemas derivados de las nuevas fuentes de comunicación. No regula porque no entiende qué debe regular y porque le cuesta superar la barrera popular que (cree) entiende que las manos políticas deben estar fuera de internet. Este «buenismo» tecnológico también es parte de las circunstancias que han provocado el caso Facebook. O como dijo hace unos días Edward Snowden: «Facebook es una ‘empresa de vigilancia’ que se esconde bajo una apariencia de red social».

En realidad, llueve sobre mojado. Sólo que ahora muchos más bailan bajo esa lluvia.