Soy parte de esa generación que sufrimos, en la primera infancia, las contradicciones de un franquismo agonizante y que entramos en la adolescencia con los primeros ardores de la democracia, una democracia recién parida, bisoña en exceso, que dejó en nosotros el sello indeleble de la ingenuidad visionaria. Nos lo creíamos todo. Existía una máxima que para los que no estábamos curtidos (no teníamos por qué estarlo a los 16 o 18 años) en lides sociales o políticas, era como la Biblia, la coherencia entre pensamiento y acción. Existía otra, como la necesidad del compromiso social y político. Otras como el imperativo a participar, participar, participar. Se insistía en diferenciar el ámbito social y el político, siguiendo la tradición anglosajona de compartimentarlo todo. Eso de la coherencia, el compromiso y la participación eran obligados para el nuevo ciudadano en el nuevo momento democrático, y cualquier ámbito social o político podía ser adecuado como expresión de esta ideología militante. No resultaba extraño encontrar a gentes con tal pluralidad de roles que daba la impresión de tener el don de la ubicuidad, realmente estaban en todas partes al mismo tiempo, desde asambleas de asociaciones de vecinos, pasando por consejos sectoriales de participación ciudadana, comités de ayuda a la huelga del metal o en la asamblea de objetores de conciencia. Si la participación se producía en el nivel social y en el político, mejor aún. Esta apelación a la implicación en los asuntos públicos con coherencia y compromiso era estimulada por los más diversos agentes de la socialización secundaria. Muy particularmente se insistía en esta línea de compromiso por parte de sectores aperturistas de la Iglesia católica, la verdad, bastante más pujantes que ahora, de manera que los jóvenes que crecían vinculados a los movimientos católicos recibían continuas apelaciones hacia el compromiso, la participación y la coherencia. Paradojas de la iglesia y del momento. Pero estos mensajes, provenían también de las instancias educativas y de los medios de comunicación. Todos los de entonces recordaremos al prototipo de profesor enrollado , que en clase de filosofía explicaba un marxismo irreconocible (no tenía ni los cuernos ni el rabo que nos habían hecho creer) y que fuera del instituto realmente parecía Marx . En Los medios de comunicación se acuñó la expresión de chaquetero para denominar a quienes no eran coherentes con sus ideales. El escándalo era mayúsculo cuando algún franquista de toda la vida era candidato, no ya por el PSOE o el PSP, sino por la UCD. Las instancias institucionales también hacían permanentes llamadas a la participación. Era, se decía, la mejor forma de construir la democracia. En un determinado momento resultó apabullante la cantidad de normativa local y autonómica que regulaban la participación: creaban consejos, establecían normas de participación etcétera. La mayor parte de las ocasiones no se sabía para qué se participaba, se quemaban horas de debates aparentemente estériles en los que uno se curtía en el debate público y el contraste de ideas.

XEXISTIAN OTROSx valores que por entonces también circulaban con mayor o menor acogida, de entre ellos el del espíritu crítico . Un joven demócrata, no importaba si de izquierda, de derecha o de centro (en ese momento también abundaban estos últimos) debía ser crítico con la realidad que le rodeaba, eso sí la crítica debía ser constructiva (sic). Parecía que poner en tela de juicio apriorismos establecidos estaba bien visto.

Muchos entendieron que esa concepción de la ciudadanía podría servir para el nuevo sistema, pero llevado a sus últimas consecuencias en lo personal, representaba más costes que ventajas, eran otros tiempos. El pragmatismo se ha impuesto de manera abrumadora y los espacios para el compromiso, la participación, la crítica se ha reducido de manera irremediable. Los cambios han sido tan profundos en las estructuras sociales, desde las más elementales como la familia hasta las más complejas como la organización del estado, que una asignatura que pretenda educar para la ciudadanía es en mi opinión un estéril anacronismo.

*Profesor de Sociología de la Uex