Mucho se está escribiendo estos días sobre educación concertada (es decir, sobre los colegios privados sostenidos con fondos públicos). No es casualidad. El gobierno extremeño está a punto de firmar un nuevo decreto de renovación de conciertos para los próximos años. Conviene hablar claro, pues, sobre este tema.

En este país, tanto por razones históricas (la educación pública ha sido la cenicienta del sistema educativo) e ideológicas (la Iglesia católica ha gozado, durante siglos, del control de la educación), como por otras más coyunturales (las leyes debidas a una transición política), tenemos una proporción abrumadoramente alta de colegios privados concertados (la mayoría religiosos, aunque no todos) en relación a la media europea. Nuestro país es el segundo con más alumnos en aulas concertadas del continente, solo detrás de Bélgica, y se sitúa - en educación primaria - 22 puntos por encima de la media europea.

Tras la implantación de la LOMCE, este mastodóntico entramado de escuelas privadas subvencionadas por el Estado no solo no ha decrecido (en relación a la escuela pública) sino que, en algunos lugares, ha aumentado (hay comunidades en las que la concertada acapara ya en torno al 50% de los alumnos) y se ha extendido, incluso, a la educación no obligatoria. La educación concertada (que surgió como un «apaño» mientras se reforzaba el sistema educativo público tras la dictadura) ha adquirido no solo vocación de permanencia, sino incluso de dominio.

Pero el desarrollo de la concertada, no se olvide, es a costa del dinero publico que no va a la educación pública. La escuela concertada (que, como empresa, está dotada de recursos y regulación propia) provoca, además, una competencia desleal (y socialmente perniciosa) en tanto - y por lo general - emplea todos los medios y vacíos legales a su alcance para seleccionar a su alumnado. No olvidemos que el objetivo (y el reclamo comercial) de la mayoría de los colegios privados es el de educar élites.

Pero más allá de todo esto, la escuela privada pretende poseer también una justificación política: la de la (presunta) obligación que tiene el Estado de asegurar económicamente la libertad de los padres para escoger la educación de sus hijos. Cuando se pregunta al gobierno porque no sufraga también la libertad de los ciudadanos para escoger la atención sanitaria que reciben, la vivienda en la que viven, o, ya puestos, los canales de TV que contratan, la respuesta es que todo esto son meros servicios, mientras que la educación refiere valores e ideologías cuya pluralidad ha de estar garantizada (¡y financiada!) estatalmente.

Pero esta justificación política es por completo insostenible, y no se deduce para nada de la lectura del famoso artículo 27.3 de la Constitución. Ni este permite (en buena lógica) que los padres elijan cualquier opción ideológica o moral para escolarizar a sus hijos (ni, por tanto, habilitar o financiar colegios cuyo ideario no responda a los propios principios constitucionales), ni permite tampoco suponer que en la educación pública no haya la pluralidad ideológica suficiente (incluyendo la oferta de religión católica desde primaria al bachillerato) con que garantizar el derecho a decidir que tienen los padres sobre la educación moral de sus hijos.

Ya sé que intentar que se atiendan estos argumentos y se interprete correctamente el citado artículo de la Constitución (o, más aún, que se cambie por otro que proteja no la libertad de adoctrinar de los padres sino la de los hijos para elegir sus propias opciones ideológicas y morales en el entorno de una escuela libre, plural y crítica), por parte del colectivo afectado, es casi perfectamente inútil; hay demasiados intereses en juego. Pero para los demás creo que el asunto es claro como una mañana de primavera: los conciertos educativos son excesivos, innecesarios, roban recursos del Estado, compiten con la escuela pública, no reportan mejores resultados académicos, ni suponen mayor libertad ideológica (sobre todo para los alumnos), y, además, aumentan la desigualdad social (algo de lo que nuestro país está sobrado). ¿Qué habría que hacer, entonces, con ellos?...