Miles de personas reclaman al Museo Metropolitano de Nueva York que retire (o contextualice -dicen-) una pintura de Balthus («Teresa soñando») en que se representa a una adolescente en actitud sexualmente «sugerente». La persona que inició la reclamación estima que exhibir este tipo de pinturas puede fomentar el acoso a mujeres, la cosificación sexual de niños, u otras perversidades como el voyeurismo (sic).

¿Sorprendente? Para nada. Si la sociedad cree justo que se censure (por sexista) un anuncio publicitario, un videoclip o un mensaje de twitter, ¿por qué no también un cuadro o un libro? ¿Por qué raro privilegio no iban a ser censurados Goya o Quevedo, Balthus o Schopenhauer, por promover (por ejemplo) la cosificación sexual de la mujer o la misoginia? ¿No habría que hacerlo, incluso, con más fuerza, dada su condición de clásicos y el prestigio que se les supone?

Advierto, de paso, como el ardor justiciero se inclina últimamente hacia la moral sexual y los asuntos de género, descuidando otras cuestiones no menos graves (sino más). ¿Cuántos exigen hoy -por ejemplo- la censura de imágenes (películas, series, canciones...) que «normalizan» nuestro modo de vida consumista, expoliador y esclavizante (también de niños)? Casi nadie. Pero eso sí: la pintura de una adolescente con las piernas no convenientemente cruzadas -y su presunta incitación a la pedofilia- es «un terrible escándalo» ante el que hay que movilizarse.

¿Qué hacer, pues, con la censura? ¿Debemos ser consecuentes e implantarla a tutiplén (ampliándola a los museos, las bibliotecas, y a todos los asuntos moralmente reprobables -no solo a los sexuales-)?... Creo que la respuesta debe ser no. Nada de censura. No es inteligente. No sirve de nada. Porque el problema no está en lo que se mira y podemos censurar, sino en cómo lo miramos, esto es, en cómo de educada tenemos la mirada.

¿Y qué es eso de educar la mirada? Toda mirada es interpretación, una forma de orientarse en el laberinto de significados que proyectamos en lo que vemos. Por eso «educar la mirada» no es solo enseñarle a «leer» lo que ve (un cuadro, un producto audiovisual...), aludiendo a los códigos correspondientes, sino algo mucho más importante: enseñarle a ser consciente de las ideas que, a través de tales códigos, se proyectan en la «lectura». Vemos según lo que pensamos (y no al revés, piénsenlo). Podemos ver a «una joven indignamente cosificada» en el mismo cuadro en que otros ven a «una mujer expresando líbremente su libido». Todo depende de lo que tengamos en la cabeza.

Educar la mirada y, en general, la sensibilidad, es lo que se llama «educación estética» (otro de los aspectos casi totalmente olvidado en los planes de estudio). Y la educación estética es aquella que utiliza las imágenes y el arte como pretexto para la reflexión crítica y la clarificación de valores e ideas. No se trata de aprender a crear esas imágenes (para eso ya están las enseñanzas artísticas y técnicas) sino de interpretarlas y pensarlas desde una disposición crítica y filosóficamente exigente para, así, verlas y gozarlas de otra manera.

Para alguien así educado una imagen u objeto estético ya no es un mero producto de consumo que nos imprime placentera e inadvertidamente cierto mensaje (por ejemplo, sexista), como si este no tuviera nada que ver con nosotros, sino un motivo para la experiencia emancipadora en que el observador descubre y confronta conscientemente sus valores y creencias (y las de los demás) a partir del juego interpretativo que propone la imagen.

Esta educación estética -que es, también, emocional- debería ser parte importantísima de la formación de los ciudadanos. A través de imágenes y emociones es como empiezan los niños a sostener sus creencias, los adolescentes a enamorarse, los adultos a crear prejuicios, y mil cosas más. Una adecuada educación estética sería así, y entre otras cosas, la que enseñara a transformar la creencia en reflexión, la pasión en deseo activo, o el prejuicio en juicio fundado. Solo así, ante una mirada bien educada (reflexiva, activa y juiciosa), la censura perdería definitivamente su razón de ser. Si es que alguna vez la tuvo.