Periodista

Mi educación sentimental se lo debe todo al baloncesto. Mi primera actividad social fue un club de minibásket llamado Mini 70 que fundó Felipe Vela en el colegio Paideuterión en 1969. En él tuve mi primer contacto con el periodismo realizando entrevistas para la revista del club y hablando de baloncesto en un programa de La Voz de Extremadura que se llamaba Cucurucho Infantil. Mi primer beso se lo di a una chica de la Universidad Laboral a la que habíamos elegido reina del minibásket y mi primer premio fue un detalle sobre baloncesto que me entregó Teodoro Casado en el colegio San Antonio hace 33 años.

Iba con mis colegas a ver jugar al Cáceres OJE en los talleres municipales próximos al cementerio. Allí nos hicimos amigos de un jugador llamado Toñuco o Toñeque al que idolatrábamos. El verano que Franco inauguró el pantano de Alcántara, llegué del campamento de Jerte y mis padres se habían mudado de Antonio Hurtado a la calle Viena. Pero lo que más me ilusionó no fue el piso nuevo, sino que mi vecino era el mito por excelencia del baloncesto cacereño de los 70: Agusti.

Pasaron los años, me concedieron una beca y me fui a estudiar a Zamora y a Salamanca. Me hice entrenador y árbitro de baloncesto. Una vez fui a Madrid y ligué. Pero llevé a aquella muchacha a ver el Real Madrid-Joventut, ella se aburrió y pasó de mí. En Valladolid estropeé otro romance en ciernes por empeñarme en ver al Fórum contra el Mollet.

Cuando en una feria de septiembre conocí a mi mujer en La Colina , supe enseguida que si la llevaba al baloncesto, la relación corría peligro. La invité a ver el estreno de Rocky en el Coliseum . Ella me perdonó, pero cada 15 días, cuando sufre y disfruta en el Multiusos, me recuerda que hubiera preferido ver al San Fernando antes que a Stallone. El caso es que saqué unas oposiciones, nos casamos en La Montaña, nos fuimos a vivir a Galicia y llegó la temporada del ascenso. Yo escribía crónicas en Santiago de Compostela y cuando fue el Cáceres a jugar allí, me inventé un pretexto extraño para hacer un reportaje sobre el partido. Ganamos y al final me acerqué a Bohigas y a Jesús Luis Blanco, otro mito que también fue vecino de mis padres, para agradecerles las alegrías que nos daban a quienes vivíamos lejos de Cáceres. Cuando mi mujer quedó embarazada, se vino a Cáceres a dar a luz porque queríamos que nuestro hijo fuera cacereño. Nunca olvidaré el partido del ascenso contra el Prohaci. Lo vivimos por teléfono: mi tío Paco colocaba la radio en el auricular y nosotros dábamos gritos a 700 kilómetros. Cada vez que retransmitían partidos del Cáceres por la tele, nos sentábamos los tres frente al televisor con bufandas verdinegras al cuello y llorábamos como gilipollas (cuando se vive lejos de casa se llora mucho).

Y ahora, ya ven, se acaba todo. Ahora que por fin hemos podido regresar a Cáceres después de 20 años lejos y hemos cumplido nuestra ilusión de hacernos socios y de acudir juntos a los partidos, se acaba todo. Lo siento, ya sé que tendría que esgrimir razonamientos y análisis ingeniosos. Pero no soy capaz de dejar de llorar.