Las largas colas que se formaron ayer ante los colegios electorales de EEUU, resultado de una insólita movilización de ciudadanos para inscribirse como votantes, no eran más que el reflejo de la expectación despertada por el cambio de presidente, comparable acaso a la de 1960, cuando se enfrentaron el demócrata Kennedy y el republicano Nixon. Sea quien sea el ganador, la sensación de que se cierra el ciclo iniciado con la revolución conservadora de Ronald Reagan en la década de 1980 se impone a otras consideraciones. No solo porque las encuestas de las últimas semanas han otorgado una ventaja apreciable, aunque no definitiva, al senador Barack Obama, sino porque incluso en el caso de que el vencedor sea finalmente el senador John McCain, el próximo inquilino de la Casa Blanca deberá afrontar la regeneración moral y política de un país sumido en una profunda crisis de identidad.

Puede decirse que ante el deseo de renovación mayoritario que revelan los sondeos, el cálculo de los riesgos ha quedado en segundo término. De ahí que, más allá del color de la piel y de las pulsiones racistas que alientan aún en la sociedad estadounidense, Obama haya podido llegar a la jornada decisiva en la posición de favorito y "candidato de la esperanza". De aquí que el sueño emancipador de Martin Luther King en 1963 pueda hoy ser realidad.

Fuera de EEUU, la inquietud por el resultado estuvo alimentada por la impresión de que la primera gran crisis global de la economía precisa la entera renovación de los resortes del poder en Washington, y de que la recomposición de la seguridad internacional requiere ideas renovadoras. La estrategia promovida por los estrategas neocon se ha convertido en un pesado lastre que obligará al vencedor de esta madrugada a volver por la senda del respeto al derecho internacional y los derechos humanos.

El simple hecho de que Obama y McCain coincidan en la promesa de cerrar las celdas oprobiosas de Guantánamo y en la voluntad de acabar con vergonzosas redefiniciones de la tortura indica que, a pesar de las muchas diferencias que los separan, les une el propósito de restablecer la dignidad de la política. Es este un objetivo esencial para restaurar la imagen internacional de Estados Unidos; un objetivo irrenunciable para volver al multilateralismo y renovar la confianza en los aliados.

Para la UE, este cambio de registro resulta primordial para recomponer una red de relaciones dañada por la invasión de Irak y zurcida luego por la necesidad imperiosa de gestionar el caos que siguió a la caída del régimen de Sadam Husein. Aunque durante su segundo mandato, empujado por los pragmáticos de los departamentos de Estado y Defensa, Bush ha contenido su intemperancia con los aliados y su deseo de imponerles un seguidismo absoluto, solo su sucesor estará en condiciones de borrar las consecuencias de la soberbia e incomprensión de EEUU hacia algunos países europeos.

Entre estos países está España. El inusitado interés con el que se ha seguido aquí la campaña está íntimamente relacionado con el trato a menudo despectivo dispensado por la Casa Blanca al Gobierno español desde que el presidente Zapatero decidió repatriar el contingente desplazado a Irak.

Es una anormalidad injustificable que desde la victoria del PSOE en 2004, Bush y Zapatero no hayan intercambiado más que algunas fórmulas de cortesía después de mantener una acalorada discusión telefónica cuando el segundo comunicó que iba a retirar las tropas de Irak. En este punto también prevalece la sensación de que, gane quien gane, todo funcionará mejor que hasta ahora. Porque, de nuevo, aunque no son intercambiables los proyectos que se vislumbran detrás de la brillante oratoria de Obama y de la moderación sin fisuras de McCain, sí se percibe el propósito de acabar con los peores tics de una presidencia imperial sumida en el desprestigio.