Internet es un macrocosmos muy propenso a la propagación, tanto de lo bueno como de lo malo.

En él, todo tiende a expandirse, a multiplicarse de manera exponencial, a viralizarse de un modo tal que no quedan apenas opciones para el control.

Se hablaba en tiempos pretéritos de ponerle puertas al campo, como paradigma del afán regulador del hombre, de la necesidad de establecer unos límites, unas barreras protectoras ante la imprevisibilidad amenazante del exterior.

Y se señalaba siempre lo infructuoso de dicho empeño. Pues si lo de antes era imposible, imagínense lo de ahora, con ese monumental desconcierto anarcoide que es la red.

Con el advenimiento de los hackers, de nada sirven las puertas, pues ninguno de ellos acostumbra a tocar a las aldabas.

Pero no es a eso a lo que venía a referirme hoy, sino al carácter epidémico del contenido que se sube a la red.

Hay cantidad de gente que, como cree que nadie le ve, decide navegar por la red en busca de cosas sobre las que no se ha atrevido a bucear en una biblioteca. Esto, a veces, es positivo, porque reverdece una fuente de conocimiento popular y accesible.

Pero, al tiempo que eso ocurre con quien emprende la aventura del saber, también sucede con quien, como, por ejemplo, un adolescente, tiene un afán de curiosear sin cortapisas, y de experimentar con casi todo aquello con lo que sus padres le prohibirían jugar.

Viene esto al caso del --tristemente famoso-- «desafío de la ballena».

Una más de las ya incontables imbecilidades, nocivas y peligrosas, que han recorrido los confines de la red, hasta llegar a los terminales de los tres cuartos de un mundo entero.

No voy a explicar en qué consiste el dichoso reto, porque no quiero contribuir a la expansión del mal, pero sí diré que su meta es el suicidio.

Por lo que supone, ante los ojos de cualquiera, una amenaza para la chavalería, que siempre anda ávida de nuevas experiencias y emociones.

Por eso, aunque reconocía unas líneas atrás que es imposible cercar los espacios inabarcables, también les digo que, si no queremos que la civilización sucumba, habrá que apostar por unos reguladores del mundo virtual que se ocupen, al menos, de garantizar los valores humanos y la salud física y mental de las generaciones presentes y venideras.